Enciclopedia jurídica

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Consentimiento matrimonial

Derecho Canónico Matrimonial

Suele repetirse en los tratados sobre el matrimonio canónico que el sistema matrimonial de la Iglesia se apoya en tres elementos fundamentales: la capacidad o habilidad de las partes contrayentes, el consentimiento o voluntad de las mismas y la forma a la que ha de ajustarse la expresión de dicho consentimiento. Pero aunque tal aserto es verdadero, no lo es menos esta otra afirmación: el consentimiento de las partes es la clave del arco en que se basa todo el sistema matrimonial canónico, el eje en torno al cual gira.

1. Necesidad del consentimiento.

Repitiendo las mismas palabras del canon 1.801, 1 del Código Pío-Benedictino, el nuevo código establece en el c. 1.057, 1. que «el matrimonio lo produce el consentimiento de las partes legítimamente manifestado entre personas jurídicamente hábiles, consentimiento que ningún poder humano puede suplir».

El consentimiento es el elemento creador del matrimonio: matrimonia facit partium consensus, como decía el código de 1917 y repite el nuevo código, de acuerdo con la tradición canonística y teológica, frecuentemente expuesta por el magisterio de la Iglesia.

Siguiendo esta misma línea, el Concilio Vaticano II declara: «La íntima comunidad de vida y de amor conyugal, fundada por el creador y dotada de sus propias leyes, nace a la vida por el pacto conyugal, es decir, por el irrevocable consentimiento personal de los esposos». (G.S. 48).

El consentimiento no es sólo enteramente necesario y esencial para la celebración del matrimonio canónico, sino que únicamente él lo constituye plenamente en su ser, de tal manera que ningún otro elemento se requiere intrínsecamente para la esencia del mismo.

El consentimiento, pues, no es sólo el elemento intrínseco y esencial del matrimonio, sino la misma causa eficiente del mismo. Los demás elementos requeridos para que el consentimiento de las partes pueda desplegar su eficacia creadora del matrimonio actúan como presupuestos o condiciones.

2. Suficiencia del consentimiento.

La idea bíblica de la comunidad conyugal duo in carne una suministraba un argumento no pequeño en contra de la suficiencia del consentimiento de los esposos para el verdadero matrimonio, de acuerdo con el principio romano concensus facit nuptias. A ello se oponía, además, la concepción germánica del matrimonio, según la cual el matrimonio se realizaba por la transferencia del Mundium por parte de quien tenía la autoridad sobre la mujer, mediante un contrato «Verlobung», seguido generalmente de una dote y de la entrega de la esposa (TRAUNG).

a pesar de que a mediados del s. IX (a. 866) el papa NICOLÁS I, respondiendo a una consulta de los búlgaros, les dice que «para el matrimonio es suficiente el consentimiento de los que se casan, y que si éste falta, todo lo demás, incluso el propio coito, no tiene efecto alguno»; la llamada copulatheoria rivalizó durante bastante tiempo en la Iglesia con la consensual del Derecho romano, dominando ésta en Francia y aquélla en Italia hasta que se hizo común en toda la Iglesia latina, a principios del s. XIII, la teoría consensual en sus líneas fundamentales, matizada con algún elemento de la anterior.

Esta última tuvo bastantes adeptos entre los que figuran HINCMARO DE REIMS († 882), REGINO DE PRÜM († 916), ALEGRO DE LIEJA († 1130) y, sobre todo, el maestro GRACIANO con la famosa escuela de Bolonia.

A juicio de GRACIANO, el matrimonio se inicia con el consentimiento (esponsales de presente o de futuro) de los esposos y se perfecciona mediante la copula carnalis. Sólo después de tener ésta lugar, el matrimonio representa la unión de Cristo con la Iglesia, realizada por la encarnación del Verbo, y, en consecuencia, es sacramento, dotado de indisolubilidad, mientras que el matrimonio iniciado puede disolverse por determinadas causas. Las principales eran las siguientes: el voto de castidad de uno de los esposos, la cautividad, la afinidad sobreviniente y la celebración de un posterior matrimonio consumado por uno de ellos.

Como se ve, GRACIANO asimilaba el matrimonio a la compraventa romana, cuyo contrato, realizado por el mutuo consentimiento entre vendedor y comprador, no transfería sin embargo la propiedad de la cosa mientras no se verificase la entrega (traditio) de la misma al comprador.

En contra de dicha teoría, defendieron la suficiencia del consentimiento para la constitución del matrimonio, entre otros, san PEDRO DAMIANO, HUGO DE SAN VÍCTOR († 1141), ABELARDO († 1141) y, sobre todo, el maestro de las sentencias, PEDRO LOMBARDO († 1160) con la Escuela Teológica de París.

Según Pedro Lombardo, el elemento esencial y suficiente para la formación del matrimonio entre personas capaces para ello es el consentimiento de presente, expresado por palabras o, en caso de necesidad, por signos equivalentes, sin que sea necesario para ello la cópula conyugal

En pro de dicha afirmación alega, amén del conocido testimonio del papa NICOLÁS I y de la tradición patrística de san JUAN CRISÓSTOMO, de SAN AMBROSIO, SAN AGUSTÍN y SAN ISIDORO DE SEVILLA, el ejemplo del matrimonio de san José y de la Virgen, ambos padres de Jesucristo «por el consentimiento, no por la carne» (mente, non carne). «Tanto más perfecto fue este matrimonio -añade Pedro Lombardo- cuanto más inmune de la obra carnal».

Fundado en este ejemplo, ya que, a su juicio, no es lícito pensar siquiera que no fuese ni verdadero ni perfecto matrimonio, concluye el maestro de las sentencias que el consentimiento que hace el matrimonio no es el de la «cohabitación o el de la cópula carnal, sino el de la sociedad conyugal».

Para Pedro Lombardo, el matrimonio sin consumar por el acto conyugal ya es sacramento totalmente indisoluble y representa la unión espiritual de Cristo con la Iglesia mediante la caridad si bien no es signo de la otra unión física de Cristo con la Iglesia por la encarnación, unión representada también por el matrimonio consumado. Pero no por ello es menos santo el matrimonio sin consumar, afirma nuestro autor, haciendo suya la frase de san Agustín, según la cual «más vale la santidad del sacramento que la fecundidad del vientre».

El ejemplo del verdadero matrimonio de la Virgen y san José contribuyó, sin duda alguna, más que la influencia del Derecho romano, al reconocimiento por toda la Iglesia del principio de la suficiencia del consentimiento para la creación del matrimonio, defendido por la Escuela Teológica de París frente a la Escuela de los Decretistas y Decretalistas de Bolonia.

Tal discrepancia no podía subsistir mucho tiempo en la Iglesia, dada la importancia del tema no sólo desde el punto de vista teórico, sino también práctico, en orden a una mayor o menor estabilidad del matrimonio.

Fueron los papas Alejandro III († 1181) e Inocencio III († 1216) quienes con sus Decretales trataron de concordar las diversas enseñanzas formando una nueva doctrina sobre el particular con los elementos válidos de una y otra, aceptando como base el principio sostenido por Pedro Lombardo y la Escuela Parisiense, según el cual sólo el consentimiento de presente es la causa eficiente del matrimonio. Este matrimonio, celebrado entre cristianos, ya es sacramento, sin que sea necesario para ello la unión conyugal o conmixtio carnis.

Alejandro III (Rolando Bandinelli), aunque como discípulo de Graciano y también como maestro él mismo de la escuela boloñesa, había defendido la cópula-teoría llegando al pontificado, fue apartándose cada vez más de la concepción de su maestro, acabando por reconocer que sólo el consentimiento de presente bastaba para hacer válido el matrimonio, independientemente de la unión sexual. Pero al propio tiempo admitía, como Graciano, que el consentimiento de futuro o esponsales, seguido de la cópula carnalis, creaba también el matrimonio, sin consentimiento actual alguno.

Inocencio III (Lotario de Segni) admite también la validez y sacramentalidad del matrimonio consensual, antes de la unión sexual, y reconoce, al igual que su antecesor, que del consentimiento de futuro y de la copula carnalis nace también el matrimonio, pero sostiene que, aun en este caso, la causa eficiente del matrimonio no es el consentimiento de futuro más la cópula, como estimaba Alejandro III, sino el consentimiento actual, no expresado, que se presumía con presunción iuris et de iure al momento y en virtud de la copula carnalis.

Surge así el llamado matrimoniun praesumptum, un verdadero rompecabezas para la doctrina teológico-canónica hasta que el famoso capítulo Tametsi del Concilio de Trento lo privó de todo valor y eficacia en los lugares donde fue promulgado, al suprimir la validez de los matrimonios clandestinos. Continuó subsistente en los lugares donde no entró en vigor dicho capítulo hasta el 15-II-1892 en que fue abrogado por el para León XIII.

Aparte del caso indicado, existían otras dos hipótesis que originaban dichos matrimonios presuntos: el celebrado con condición de futuro, si tenía lugar la cópula antes de que se verificase la condición y el contraído por impúberes (nulo), si lo ratificaban después de la pubertad mediante el acto sexual.

Aunque los citados papas aceptan en sus Decretales el principio fundamental de la teoría de la Escuela Parisiense, según la cual sólo el consentimiento de presente constituye el matrimonio y lo hace verdadero sacramento, si se celebra entre cristianos; no admiten, sin embargo, a dicha teoría en toda su integridad, ya que, en contra de Pedro Lombardo y de acuerdo con Graciano, reconocen que el matrimonio rato (el válido entre cristianos) y no consumado, si bien es intrínsecamente indisoluble, no lo es extrínsecamente, puesto que puede ser disuelto por la profesión religiosa y por dispensa pontificia.

Así, por ejemplo, Alejandro III sancionó en dos de sus Decretales la costumbre existente en la iglesia latina en la segunda mitad del s. XII, según la cual uno de los dos cónyuges, antes de la carnalis conmixtio, podía entrar en religión, aun en contra de la voluntad del otro, pudiendo éste volver a casarse nuevamente.

Igualmente permite Inocencio III la disolución del matrimonio rato cuando uno de los contrayentes había hecho profesión religiosa antes de haber iniciado la vida conyugal, aunque hace constar que lo permite de mala gana y por no apartarse del camino iniciado por sus predecesores. Sin embargo, rechaza la disolución del matrimonio rato en caso de la affinitas superveniens, es decir, de las relaciones sexuales entre uno de los cónyuges y una persona pariente del otro, disolución admitida por Alejandro III, al igual que repudia la disolución de dicho matrimonio por causa de lepra, que admitieron este último papa y Urbano III

Las Decretales de Alejandro III y de Inocencio III son recogidas por Gregorio IX en su Liber Extra, código oficial de la Iglesia, quedando sancionada definitivamente la disolución del matrimonio rato por profesión religiosa, sin que se admitan en dicho cuerpo legal más disoluciones de tal matrimonio por ninguna otra causa.

La disolución del matrimonio rato por dispensa del Papa no comenzó hasta el s. XV [Martín V († 1417-31)], aunque los canonistas venían reconociéndole esa potestad desde el s. XIII.

3. Insustitubilidad del consentimiento.

Dado que el matrimonio como estado de vida nace exclusivamente del consentimiento de las partes, legítimamente manifestado entre personas capaces de emitirlo, es lógico que «ningún poder humano pueda suplirlo», como se afirma tajantemente en el canon 1.057,1 del nuevo código, repitiendo el mismo aserto del canon 1.0081,1 del código anterior.

Los contrayentes, pues, son los que han de prestar exclusivamente el consentimiento matrimonial, sin que éste pueda ser suplido por otras personas que tengan potestad sobre ellos, como los padres o la propia autoridad civil.

Si falta el consentimiento de los interesados, inútilmente pretende la ley civil unir en matrimonio a quienes se encuentren en determinadas condiciones, prescindiendo del consentimiento de los mismos.

Aunque le código deja a la libre discusión el problema de si el consentimiento matrimonial puede o no ser suplido por la potestad divina, nos inclinamos por la opinión negativa.

La unión de un hombre y una mujer, realizada por el poder de Dios, sin el consentimiento de los interesados, no sería matrimonio, ya que éste es esencialmente, como escribía el insigne matrimonialista español, Basilio Ponce de León, a principios del s. XVII, «un vínculo de amor, el cual es imposible sin el mutuo consentimiento». Idéntica argumentación emplea el teólogo contemporáneo, Cornejo de Pedrosa, en defensa de la misma tesis: «La unión conyugal entre el varón y la mujer es una unión amical y afectiva, la cual sólo puede hacerse por el consentimiento y el afecto voluntario».

En el mismo fundamento se apoya el ilustre canonista, P. F. Cappello, en nuestro tiempo: se ha de negar que la potestad absoluta de Dios pueda realizar un matrimonio propiamente tal, sin el consentimiento de los interesados, pues Dios no puede realizar imposibles, como sería que el matrimonio existiese sin su esencia, es decir, sin el consentimiento de los contrayentes. Reconoce, sin embargo, el profesor de la Gregoriana, que Dios, en virtud de su dominio pleno y absoluto sobre la voluntad humana, puede ejercer sobre ella tal influencia, que, sin quitarle la libertad, puede lograr que quien primeramente se mostraba renuente al matrimonio, consienta después gustosamente en el mismo.

4. Irrevocabilidad del consentimiento.

Cuando el acto de la voluntad produce el vínculo matrimonial es irrevocable, es decir, que una vez que ha sido puesto con todos los requisitos inherentes, no se puede destruir el vínculo creado mediante un acto de revocación positiva posterior. Sólo en el caso de que el consentimiento haya sido naturalmente suficiente, pero jurídicamente ineficaz, por existir un impedimento en alguno de los contrayentes o por falta de la forma exigida en la manifestación de dicho consentimiento, tendrá efecto tal revocación, pues merced a ella ya no perseveraría el consentimiento y no podría sanarse en la raíz la nulidad del tal matrimonio, una vez desaparecido el impedimento o dispensado éste y la forma. A este respecto nos dice el canon 1.107 que «aunque el matrimonio se hubiera contraído inválidamente por razón de un impedimento o defecto de forma, se presume que el consentimiento prestado persevera mientras no conste su revocación».

5. Definición legal del consentimiento y objeto del mismo.

Según el párrafo 2 del canon 1.057 del nuevo código, «el consentimiento matrimonial es el acto de la voluntad por el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio».

Esta definición legal viene a ser la traducción jurídica del siguiente texto de la Constitución Pastoral Gaudium et Spes del Vaticano II: «La íntima comunidad de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador y dotada de sus propias leyes, se instaura por la alianza e irrevocable consentimiento personal de los cónyuges, así, por el acto humano mediante el cual los esposos se dan y reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina» (G. S. núm. 48).

La citada definición legal del consentimiento matrimonial contrasta fuertemente con la que nos daba del mismo el canon 1.081,2 del Código Pío-Benedictino, según el cual «es el acto de la voluntad por el cual ambas partes dan y aceptan el derecho perpetuo y exclusivo sobre el cuerpo en orden a los actos que de suyo son aptos para engendrar prole».

Mientras que en este canon el objeto del consentimiento está constituido por el ius in corpus, mutuamente dado y aceptado, en el nuevo código dicho objeto es el mismo matrimonio, es decir, el consortium totius vitae entre hombre y mujer, ya que es esto consiste el matrimonio, según la definición legal del mismo (c. 1.055,1) y se decía también en el párrafo 3 del canon 53 del primer esquema, correspondiente a nuestro citado canon 1.057,2, en el que se definía el consentimiento matrimonial como «acto de la voluntad por el que el varón y la mujer, mediante su alianza, constituyen el consorcio de la vida conyugal, perpetuo y exclusivo».

En el nuevo código se amplía el objeto del consentimiento matrimonial, pues ya no está delimitado por la mutua entrega-aceptación del ius in corpus, sino por la mutua donación-aceptación de los propios esposos, de acuerdo con la frase de la G. S. núm. 48 del Vaticano II, esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas y del propio párrafo 3 del citado canon 1.057, donde se nos dice que por el consentimiento matrimonial «el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable para constituir el matrimonio».

Si bien es verdad, como se ha observado, que las personas en sentido propio no pueden ser objeto de derecho, tanto el concilio como el nuevo código no se refieren en las citadas frases a las personas de los cónyuges en cuanto tales, sino a las facultades físicas y espirituales de las mismas y a su ejercicio.

Lo mismo se desprende de la expresión consorcio de toda la vida, con que se designa al matrimonio en el nuevo código, ya que tal consorcio implica necesariamente la integración interpersonal de la vida de los cónyuges, la cual lleva consigo la comunión de los mismos no sólo en la esfera sexual, sino también en la intelectiva y afectivo-volitiva. Sólo así puede ser el matrimonio una íntima comunidad de vida y de amor conyugal, como lo describe el Vaticano II (L. G. núm. 11 y G. S. núm. 48).

Por consiguiente, todo lo que sea esencial a este consorcio de toda la vida, ordenado por su índole natural al bien de los cónyuges y de la generación y educación de la prole, forma parte del objeto del consentimiento matrimonial y no sólo el ius in corpus.

El consorcio de toda la vida, que no se ha de confundir cohabitación o convivencia conyugal, está ordenado por su propia índole natural al bien de los cónyuges y a la procreación y educación de la prole. Ahora bien, aunque estos fines connaturales del matrimonio no pueden confundirse con su esencia por ser extrínsecos a la misma, es indudable, sin embargo, que la especifican y la distinguen de cualquier otra unión entre hombre y mujer, según el principio societates definiuntur finibus.

El bien de los cónyuges, pues, o de la ordenación al bien de éstos, es también un elemento esencial del matrimonio.

De ahí que si en el momento inicial del mismo, es decir, en el del mutuo consentimiento, se excluye la ordenación al bien de los cónyuges o alguno de los derechos-obligaciones esenciales comprendidos en dicho bien, el matrimonio sería nulo, al igual que los sería si se excluyen la ordenación a la prole o alguno de los derechos-obligaciones fundamentales contenidos en ella.

El problema está en cuál o cuáles son los derechos-obligaciones esenciales contenidos en el bien de los cónyuges o comunión debida, amén del ius in corpus, pues no todo lo que se requiere para el feliz éxito del matrimonio (la vida en común, la plena y mutua ayuda en todo, la máxima compenetración de caracteres, de ideas y sentimientos, etc.) es esencial al mismo.

Como quiera que el matrimonio, según el Vaticano II, es «una mutua donación de dos personas, una comunidad de vida y de amor, una comunión de toda la vida o un consorcio de toda la vida, constituido por el acto de la voluntad, mediante el cual el varón y la mujer se entregan y aceptan mutuamente en alianza irrevocable», como se dice en el nuevo código, intentando traducir en términos jurídicos las afirmaciones del Concilio (cc. 1.055.1 y 1.057.2); no parece posible que pueda darse un verdadero consorcio matrimonial, sin una relación de amor de benevolencia entre los cónyuges, sin que éstos tengan un derecho-deber de amor recíproco. Este derecho-deber, que la doctrina y la jurisprudencia suelen designar de varias maneras: ius ad amorem, ius ad vitae communionem, ius ad vitae consortium, ius ad relationes interpersonales, etc. forma también parte del objeto del consentimiento matrimonial y hace nulo el matrimonio si se excluye en el momento inicial del mismo o si uno o ambos contrayentes son incapaces de prestarlo, debido a graves anomalías, como egotismo, narcisismo, etc.

a la validez de un matrimonio determinado no se opone el hecho de la falta de relaciones interpersonales o de la communio vitae, sino la incapacidad de uno o de ambos cónyuges de entregar y aceptar el derecho a esas relaciones o la exclusión de tal derecho por parte de los mismos o de uno de ellos.

Resulta difícil, por no decir imposible, determinar positivamente, en el plano doctrinal, cuáles son los elementos esenciales de ese derecho-deber a la comunidad de vida, cuyo elemento más específico es el ius in corpus, aunque no único, según la mayoría de la doctrina y también de la jurisprudencia, a partir del año 1969.

Tal cometido podrán hacerlo más fácilmente los jueces en el plano existencial de cada caso concreto al comprobar que, debido a la condición totalmente depravada de uno de los contrayentes en el tiempo de la boda, faltaba por completo algún elemento sin el cual nadie puede instaurar cualquier consorcio de toda la vida, verdaderamente matrimonial, habida cuenta de los diversos tiempos y culturas.

Para ello es menester que ambos cónyuges abriguen hacia el otro un verdadero amor de benevolencia, pues sólo así se considerarán como personas, se sacrificarán el uno por el otro y evitarán la terrible «soledad de dos en compañía».

En los próximos lustros deberán hacer frente la doctrina y la jurisprudencia al difícil reto de traducir en términos jurídicos más precisos y ordenados los elementos esenciales de la relación interpersonal entre los cónyuges para un normal consorcio de toda la vida. Tendrán que averiguar así mismo si el ius ad communionem vitae es o no un derecho distinto del conjunto de derechos y obligaciones esenciales que constituyen el consorcio de toda la vida, conjunto que la doctrina y la jurisprudencia canónicas han venido encuadrando en los tres clásicos bienes agustinianos (bonus prolis, bonum fideli, bonum sacramenti) y si a estos tres bienes debe añadirse el bonum coniugum del c. 1.055,1 o ya está incluido en ellos.

6. Elementos del consentimiento matrimonial.

6.1. Capacidad.

El nuevo código no trata de la capacidad necesaria para contraer matrimonio en su aspecto positivo, por considerar suficientes la normas referentes al negocio jurídico en general (cc. 98-99 y 124), sino que nos dice en el c. 1.005 quiénes son incapaces de contraerlo. Éstos son:

1. Quienes carecen de suficiente uso de razón.

2. «Quienes tienen grave defecto de discreción de juicio acerca de los derechos y deberes esenciales del matrimonio que mutuamente se han de dar y aceptar».

3. «Quienes no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica».

La capacidad para contraer matrimonio, por consiguiente, debe estar integrada por estos tres elementos según el nuevo código: suficiente uso de razón, discreción de juicio o madurez psíquica proporcionada al matrimonio y aptitud para asumir los deberes esenciales del matrimonio.

6.2. Suficiente uso de razón.

El consentimiento es ante todo un acto humano y, en consecuencia, debe ser un acto consciente y libre, cual sólo la persona que tiene uso de razón puede realizar por ser dueña de sí misma y de sus actos.

El Derecho canónico presume que tiene uso de razón el que ha cumplido siete años y le considera dueño de sí mismo, aunque no tenga el pleno ejercicio de sus derechos hasta haber cumplido los dieciocho años y ser mayor de edad (c. 97). En cambio, considera que no es dueño de sí mismo y lo equipara a los infantes a quien carece habitualmente de uso de razón (c. 99).

6.3. El uso de razón para los impúberes.

El simple uso de razón, que se puede tener mucho antes de la pubertad, nunca ha sido suficiente, según el Derecho canónico, para emitir el consentimiento matrimonial, cuando se trata de los impúberes, sino que era menester, amén de la aptitud para el acto conyugal, el grado de discreción para obligarse o para comprender la fuerza del consentimiento matrimonial, que suele adquirirse en la edad de la pubertad o en los umbrales de la misma. Pero este mayor grado de discreción era exigido por el Derecho Eclesiástico, según Tomás Sánchez, pues por ley natural sería suficiente el uso de razón que se suele tener a los siete años. A juicio del famoso matrimonialista español, «teniendo sólo en cuenta el derecho natural, valdría el matrimonio celebrado por los niños de cualquier edad, con tal de que sean capaces de dolo».

De ahí que, en sentir de Sánchez, los infieles puedan contraer matrimonio en cualquier edad, si tienen uso de razón, toda vez que no están sometidos al Derecho canónico, siempre que sus respectivas leyes personales se lo permitan.

Del mismo parecer es santo Tomás, quien nos dice que la discreción de un niño de siete años no es suficiente para obligarse con un vínculo perpetuo, como es el matrimonio, por no poseer voluntad firme, pero, en cambio, en esa edad le es posible contraer esponsales, toda vez que es apto, para comprometerse para el futuro, máxime si se trata de aquellas cosas a las que más inclina la razón natural. Por otra parte, refiriéndose a sendas decretales de Gregorio IX, afirma el Angélico que a la ley positiva es debido que el varón no pueda contraer matrimonio hasta los catorce años y la mujer hasta los doce, edad en que uno y otra pueden deliberar suficientemente sobre el matrimonio y prestarse mutuamente el débito conyugal, salvo que alcancen antes la debida perfección, de tal manera que el vigor de la naturaleza y de la razón supla el defecto de edad, en cuyo caso, si antes de dicho tiempo se han unido carnalmente, su matrimonio es válido e indisoluble.

6.4. Supuesta oposición entre santo Tomás y Tomás Sánchez.

A este respecto no hay discrepancia alguna entre santo Tomás y T. Sánchez, en contra de lo que vienen afirmando generalmente los autores y la propia jurisprudencia de la S. Rota Romana. al decir de aquéllos y de ésta, mientras que para Sánchez es suficiente para celebrar el matrimonio el uso de razón que se necesita para pecar mortalmente, el Aquinate exigiría una mayor discreción de razón para el matrimonio que para pecar mortalmente, ya que mayor discreción se necesita para obligarse a algo futuro que para consentir sobre un acto presente, cual es el pecado mortal.

Lo que ha dado pie a este error tan extendido es el siguiente texto que formula el Doctor Angélico para resolver la cuestión que él mismo se plantea con motivo de una narración legendaria de san Gregorio Magno, según la cual un niño de cinco años fue privado de la vida y sepultado en el infierno no bien terminó de proferir una blasfemia. Ante este hecho tan sorprendente, que el Aquinate considera histórico, se pregunta si un infante menor de siete años, con uso de razón para pecar mortalmente, puede celebrar esponsales.

Santo Tomás contesta rotundamente que no, ya que «para pecar mortalmente basta con el consentimiento sobre una cosa presente, mientras que en los esponsales el consentimiento se dirige al futuro y mayor discreción de razón se requiere para proveer sobre el futuro que para consentir en un acto presente».

Es extraño que este famosísimo pasaje tomasino, desencajado de su contexto, venga siendo alegado comúnmente por la doctrina y la jurisprudencia para demostrar la mayor discreción de juicio que se necesita, según el Angélico, para contraer matrimonio que para pecar mortalmente, cuando ni siquiera tiene fuerza alguna para demostrar lo que pretende el Aquinate. En efecto, como le redarguye certeramente Sánchez, «si a los niños menores de siete años se les exigiese esa previsión del futuro providentia para los esponsales, imprudentemente habría prescrito la Iglesia el septenio completo para poder celebrarlos, ya que «en tan tierna edad ni siquiera puede el niño proveer al presente, cuanto más al futuro y apenas si goza del uso de razón para ser capaz de pecado mortal». La coherencia del Aquinate en esta cuestión no raya a gran altura (etiam aliquando bonus dormitat Homerus), ya que poco antes del citado texto nos había dicho, justificando la determinación eclesiástica de los siete años para poder celebrar esponsales, que al final del primer septenio el niño comienza a ser apto para prometer algo sobre el futuro, con lo que no se comprende fácilmente por qué no puede hacerlo unos meses o unos días antes del septenio completo, si posee ya el uso de razón.

El referido pasaje de santo Tomás no se refiere al matrimonio, sino únicamente a si el niño menor de siete años, con suficiente uso de razón para pecar mortalmente, puede celebrar esponsales, hipótesis rechazada por el Aquinate y admitida por Sánchez.

Respecto al matrimonio, ambos autores coinciden como hemos visto.

6.5. El uso de razón para los enfermos mentales.

En relación con los enfermos mentales, los antiguos canonistas se contentan con decirnos que los locos o amentes (furiosi) no pueden casarse «porque no pueden consentir con la voluntad» (animo).

A juicio de santo Tomás, el uso de razón es el único criterio para valorar la capacidad psíquica del enfermo mental, así como el defecto del uso de razón es la causa de su incapacidad, ya que «no puede darse consentimiento, donde falta el uso de razón».

Al uso de razón, añade Sánchez «la deliberación de la voluntad que es menester para pecar mortalmente«.

A la luz de dicho criterio nos dice Sánchez que los locos (furiosi, insani, mentecapti) no pueden celebrar válidamente esponsales ni matrimonio, porque para ello se requiere un consentimiento libre, que no pueden prestar los referidos sujetos por hallarse totalmente privados del uso de razón. En cambio, aquellos otros que no carecen totalmente del uso de razón, como los llamados tontos y atontados, sí pueden realizar la unión esponsalicia y la matrimonial porque tienen deliberación suficiente para pecar mortalmente.

A este criterio de santo Tomás y de Sánchez, concerniente a la incapacidad matrimonial de los amentes, se han adherido generalmente los teólogos y canonistas posteriores, así como la jurisprudencia rotal anterior y posterior al Código Pío-Benedictino hasta mediados del siglo actual.

Parece haber sido Gasparri quien propuso por vez primera el defecto de la suficiente discreción de juicio como criterio general para medir la incapacidad psíquica para contraer matrimonio, tanto para los impúberes como para algunos enfermos mentales (stupidi et fatui) en la primera edición de su obra De matrimonio. Nos dice, en efecto, que para el consentimiento matrimonial «no basta el uso de razón que suele tenerse al cumplir los siete años, sino que se requiere la discreción o madurez de juicio proporcionada al contrato, de tal manera que el contrayente pueda entender la naturaleza y la fuerza del mismo«.

Sin embargo, al referirse más adelante a los mentecapti (amentes, dementes y ebrios), nos dice con poca coherencia que son inhábiles para contraer matrimonio, por defecto del uso de razón, aplicando sólo el criterio de la suficiente discreción de juicio para los estúpidos y fatuos, quienes pueden celebrar matrimonio si gozan de ella.

El citado texto de Gasparri sobre la discreción de juicio ha tenido una gran influencia en la doctrina y la jurisprudencia canónicas, y terminó por aplicarse también a todos los enfermos mentales a lo largo de este siglo, si bien con bastantes titubeos.

Todavía en sendas decisiones torales de 1924 y 1928 se afirma que la amencia o demencia semiplena o imperfecta no invalida el matrimonio, con tal de que el contrayente goce de tanto juicio y libertad como se requiere para pecar mortalmente.

Respecto a la fórmula del nuevo código al exigir en su número primero del c. 1.905 el suficiente uso de razón para la capacidad matrimonial, hemos de advertir que en el primer esquema de dicho apartado se decía: «Son incapaces de contraer matrimonio; 1) quienes debido a una enfermedad mental o a una grave perturbación del ánimo están afectados de tal manera que no pueden emitir el consentimiento por carecer de uso de razón».

En el segundo esquema se modifica esta última frase, diciendo por carecer del suficiente uso de razón. Ya no se habla de falta del uso de razón, sino de la falta del suficiente uso de razón, pues no sólo son incapaces de contraer matrimonio los amentes que carecen totalmente del uso de razón, sino también todos aquellos que, sin estar privados del uso de razón, gozan de ella en grado mínimo, como los llamados stupidix o fatui.

En el texto promulgado se han suprimido también las causas de tal incapacidad, que figuraban en los primeros esquemas, ya que el término «enfermedad mental» no tiene un sentido unívoco entre los psiquiatras.

6.6. Discreción de juicio.

Para la capacidad matrimonial no basta el mero uso de razón, sino que se requiere la discreción o madurez de juicio proporcionada al matrimonio.

Ya hemos indicado cómo hasta bien avanzado este siglo tanto la doctrina como la jurisprudencia canónicas no han exigido más que el uso de razón para la capacidad matrimonial de los enfermos mentales, habiendo exigido en cambio una mayor discreción de juicio para los impúberes, discreción que se presumía en la edad próxima a la pubertad.

Tras numerosas vacilaciones, a mediados de este siglo la jurisprudencia rotal abandona el uso de razón, junto con la deliberación suficiente para pecar mortalmente y acepta como único criterio de capacidad matrimonial para toda clase de personas, incluso los enfermos mentales, la discreción de juicio proporcionada al matrimonio, frase empleada ya por Gasparri en la edición parisiense de su famosa obra De matrimonio a fines del siglo pasado.

6.7. Concepto de discreción de juicio.

Durante largos siglos la discreción de juicio no significó otra cosa que el uso de razón, pasando a fines del siglo pasado a expresar un conocimiento especulativo más profundo del matrimonio que el que implica el mero uso de razón.

A mediados de este siglo, gracias a los avances de la psicología y psiquiatría, se llega a la conclusión de que no basta el conocimiento puramente teórico del matrimonio para que la voluntad se decida libremente a abrazarlo, si no que es menester que el contrayente esté dotado, a parte de la facultad cognoscitiva o abstracta, de la llamada facultad crítica (vis critica) o estimativa, es decir, de «la potestad de razonar, de estimar o ponderar prácticamente el matrimonio que se va a celebrar, así como las obligaciones inherentes al mismo y a los motivos para elegirlo o no».

Esta facultad crítica, según los psicólogos, aparece en la persona más tarde que la cognoscitiva.

La necesidad de este conocimiento estimativo del matrimonio aparece por vez primera en la Rota Romana en la sentencia c. Wynen de 25-II-1941, donde se nos dice que para la descripción de juicio, además del conocimiento abstracto y especulativo, es menester la potestad (vis) critica o facultad de valorar y estimar el objeto de consentimiento, en virtud de la cual, los contrayentes perciben la naturaleza del matrimonio y los derechos y deberes inherentes al mismo. Sin embargo, no es preciso, según esta decisión rotal, que los contrayentes aprecien todo el valor ético, religioso, social, jurídico y canónico del matrimonio.

Las expresiones facultad crítica, aestimativa, discretiva, vis aestimativa, habitualmente empleadas por la jurisprudencia actual para designar la discreción de juicio o al menos un elemento esencial de la misma, aparecen en la sentencia c. Felici de 3-XII-1957, según la cual «la facultad crítica es la potestad de juzgar y de razonar, es decir, de afirmar o negar una cosa respecto de otra, de comparar unos juicios con otros para inferir de dicha comparación un juicio nuevo. [...] Sólo esta facultad crítica puede formar y excitar los actos de la voluntad libre y únicamente merced a ella se hace la persona responsable de los propios actos».

Esta definición, más o menos literalmente, suele repetirse hasta nuestros días en la jurisprudencia rotal.

Además en las citadas expresiones facultad crítica, facultad estimativa, las más frecuentes en la Rota Romana para expresar la discreción de juicio, suelen emplearse a veces en algunas decisiones de dicho tribunal otras dos fórmulas para expresar la misma idea, como insuficiente ordenación y conspiración de las facultades superiores o insuficiente juicio crítico.

Es frecuente que la jurisprudencia rotal tome como sinónimas estas dos expresiones suficiente discreción de juicio y madurez psíquica, pero con razón se ha observado en las propias decisiones rotales que la madurez designa el estado conclusivo del proceso de evolución del ser humano, el cual apenas si de una manera relativa puede alcanzarse, según insignes psiquiatras.

6.8. Aptitud para asumir las obligaciones esenciales del matrimonio.

Según el apartado tercero del cano 1.095, son también incapaces de contraer matrimonio «quienes no pueden asumir las obligaciones esenciales del matrimonio por causas de naturaleza psíquica».

Esta norma no hace más que codificar una práctica reciente de la jurisprudencia canónica, conforme a la cual no sólo son nulos los matrimonios de los que carecen del uso de razón y de los que, aun gozando del ejercicio de dicha facultad, padecen un grave defecto de la discreción de juicio respecto a los derechos y obligaciones matrimoniales, sino también los de aquellos otros que, a pesar de poseer dichos requisitos, no pueden cumplir las obligaciones esenciales del conyugio por mor de una grave anomalía psíquica.

Para evitar repeticiones, ampliaremos estas ideas al tratar de las incapacidades en el próximo capítulo.

7. Cualidades del consentimiento matrimonial.

Éste ha de ser:

a) Verdadero o interno, es decir, cada contrayente ha de tener la intención seria y sincera de entregarse, respectivamente, como marido o mujer de la otra parte, sin que baste el consentimiento meramente externo o fingido.

Para la existencia del consentimiento no es absolutamente necesaria la intención actual, que se tiene en el momento de la celebración del matrimonio, sino que basta la virtual. Ésta es la que se tuvo antes del matrimonio y que no sólo persevera por no haber sido revocada, sino que además influye en el mismo acto de la celebración del matrimonio, como sucede en el caso del matrimonio por procurador, el cual es válido aunque el poderdante esté dormido o ebrio en el momento de su celebración, ya que la intención actual que tuvo en el momento del otorgamiento del poder no sólo perdura por no haber sido revocada, sino que influye en el acto de la celebración del matrimonio por el procurador, puesto que éste tiene plena advertencia del mismo.

b) Libre o deliberado, con plena advertencia de la mente y el perfecto consentimiento de la voluntad. Esta libertad interna no ha de confundirse con la libertad externa o ausencia de coacción externa, pues ésta, si bien se funda en el derecho natural, se requiere únicamente por la ley positiva de la Iglesia para la eficacia jurídica del consentimiento, es decir, para que éste pueda producir el matrimonio válido, pero no para la existencia de dicho consentimiento.

c) Mutuo, esto es, puesto por una y otra parte, ya que se trata de un pacto bilateral (con obligaciones para ambas). No es la voluntad unilateral, ni siquiera la voluntad de las dos partes, pero independiente o aislada, lo que produce el consentimiento, sino el acuerdo o conjunción de las voluntades de ambas a dos. El consentimiento debe ser, además, simultáneo, al menos moralmente, de tal manera que el consentimiento dado por uno de los contrayentes todavía persevere en el momento de consentir el otro.

d) Manifestado externamente. No es suficiente el consentimiento interno, sino que se requiere que se manifieste externamente mediante algún signo, como palabras, gestos, etc.; y ello tanto por razón del pacto, ya que según el principio jurídico, la intención retenida en la mente nada obra en los contratos humanos (intentio mente retenta in humanis contractibus nihil operatur), como por razón del sacramento, el cual es inconcebible sin un signo sensible productor de la gracia.

No se ha de confundir la simple manifestación externa del consentimiento, exigida por el derecho natural para la existencia o validez de éste, con la manifestación legítima del mismo, requerida por el Derecho Eclesiástico solamente para su eficacia jurídica, es decir, para que pueda producir válido matrimonio. De esta manifestación legítima hablaremos seguidamente en otro apartado.

e) Entre personas jurídicamente hábiles. Finalmente, el consentimiento, productor del matrimonio, ha de ser emitido por personas libres de todo impedimento dirimente.

8. Manifestación legítima del consentimiento.

Según el canon 1.057.1, el consentimiento debe ser legítimamente manifestado. Esta legitimidad comprende no sólo la mera manifestación externa, sino el cumplimiento de los requisitos legales relativos al modo cómo ésta debe verificarse, de qué tratan los cánones 1.104, 1.105, y también los cc. 1.108 y siguientes, concernientes a la forma canónica del matrimonio, cuyo estudio no forma parte de nuestro cometido.

8.1. Presencia física o moral de los contrayentes.

Para contraer válidamente matrimonio establece el canon 1.104,1, es necesario que ambos contrayentes se hallen presentes en un mismo lugar, o en persona o por medio de procurador. Para la validez del consentimiento, el nuevo código, al igual que el anterior, exige la presencia física de ambos contrayentes, o al menos, la moral, mediante procurador. Lícitamente sólo pueden expresar los esposos su consentimiento por palabras, si pueden hablar, o con signos equivalentes, en caso contrario, como la inclinación de la cabeza, el apretón de manos, la colocación del anillo o la firma en el certificado del matrimonio.

Ya no es posible celebrar el matrimonio por los medios de comunicación (radio, televisión), ni mediante carta, mensajero, telégrafo o teléfono, como lo era respecto a estos cuatro últimos medios antes de entrar en vigor el Código Pío-Benedictino de 1917.

8.2. Matrimonio por procurador o con intérprete.

Para contraer válidamente matrimonio por procurador se requieren los siguientes requisitos, según el canon 1.105,1-4:

1.º Que el mandato sea especial para contraer con una determinada persona.

2.º Que el procurador sea designado por e mismo mandante y que aquél cumpla por sí mismo su cometido, sin que le sea posible delegar a otro, aun con el consentimiento del propio mandante.

3.º El mandato debe estar firmado por el mandante y, además, por e párroco o el ordinario del lugar donde se da el mandato, o por un sacerdote delegado por uno de ellos, o al menos por dos testigos. El nuevo código, a diferencia del anterior, permite que el mandato se haga también mediante documento auténtico según la normativa del Derecho Civil de cada país.

Si el mandante no puede escribir, se ha de hacer constar esta circunstancia en el mandato, y se añadirá otro testigo, que debe firmar también el escrito, so pena de nulidad del mandato.

4.º Se requiere, además, que cuando el procurador o mandatario contrae matrimonio en nombre del mandante, éste no haya revocado el mandato o caído en amencia, pues, en caso contrario, el matrimonio es inválido, aunque el procurador o el otro contrayente lo ignoren, ya que el consentimiento matrimonial no puede ser suplido por ninguna autoridad humana.

En el matrimonio por intérprete, éste no suple la presencia física del contrayente, como el procurador, sino que se limita a hacer de intermediario entre las partes, o entre éstas y el ministro asistente cuando hubiere diferencias lingüísticas entre unos y otros. Su función es meramente técnica y se limita a traducir las palabras de los contrayentes, mediante las cuales manifiestan su consentimiento, ante el ministro sagrado autorizante y los testigos cuando éstos desconocen el idioma de aquéllos, o ante los propios contrayentes si el uno desconoce la lengua del otro.

Según el canon 1.106, el párroco no debe asistir a esta clase de matrimonios si no le consta la fidelidad del intérprete.

Para asistir al matrimonio por procurador necesita el ministro sagrado asistente previa licencia del ordinario del lugar, salvo en caso de necesidad (c. 1.071,1.7.º).

A esta normativa sobre la manifestación del consentimiento matrimonial están obligados «todos los bautizados en la Iglesia católica y los que hayan sido recibidos en ella» después del bautismo (c. 11), aun cuando estén exentos de la forma canónica por haber abandonado la Iglesia católica notoriamente o por acto formal (c. 1.117), pero ya no están sometidos a dicha legislación los acatólicos bautizados, como lo estaban en el código anterior (c. 1.088,1).


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