Enciclopedia jurídica

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Concubinato

(Derecho Civil) Situación de un hombre y una mujer que viven maritalmente sin haber celebrado la unión matrimonial (familia de hecho).
Se llama también unión libre; pero esta expresión designa más especialmente las relaciones pasajeras fuera del matrimonio.

Derecho Civil

Cuando el jurista se plantea la problemática que gira alrededor de la comunidad de vida no matrimonial, la llamada unión libre o concubinato tiene -a nuestro juicio- necesariamente que despejar una serie de incógnitas previas, las que pueden resumirse así: el concubinato es, y lo ha sido siempre, una realidad. Ahora bien, ¿el Derecho ha de aprehender esta y otras realidades sociales necesariamente?; si tiene en cuenta el hecho social del concubinato, ¿en qué medida debe abrirle sus puertas? Conviene mirar atrás para dar un enfoque adecuado a estos interrogantes.

A lo largo de la historia de la civilización occidental ha sido el cristianismo el que, a través de constantes esfuerzos, ha logrado ennoblecer jurídica y moralmente la institución matrimonial, partiendo de la premisa de que la conservación de la especie humana debe ser por el matrimonio. Santo Tomás de Aquino dejó para siempre grabado: el matrimonio está instituido por Dios para el bien de la prole, no sólo para engendrarla -esto es posible hacerlo fuera del matrimonio-, sino también para conducirla al estado perfecto; y esto porque cualquier cosa trata naturalmente de llevar su efecto a la perfección.

La inspiración apuntada se extendió en el campo del Derecho, generalizándose en Europa: cuando el legislador -ha resumido MAZEAUD en términos de Derecho comparado- se ha preocupado de la familia, no ha sido para constatar las relaciones que la naturaleza ha creado, sino para organizarlas, a fin de que contribuyan al ideal de vida social que perseguía; por ello sólo si el grupo natural, padres e hijos, presentaba los caracteres de moralidad y de estabilidad que permitían cumplir su función o papel social, el Derecho lo tenía en consideración. De ahí que la familia legítima, no así la familia natural; las relaciones padres-hijos naturales sólo producen un status filli.

¿Qué decir hoy en España a la altura de los últimos años del siglo XX, con los textos legales sustantivos profundamente modificados (Código Civil: 1975, 1981 y 1983) y la Constitución de 1978, que en su artículo 39 establece: «Los poderes públicos aseguran la protección social, económica y jurídica de la familia»? Aseguran, así mismo, la protección integral de los hijos, iguales éstos ante la ley con independencia de su filiación, y de las madres, cualquiera que sea su estado civil. «La ley posibilitará la investigación de la paternidad».

Una contemplación general de las ideas vertidas en el campo del Derecho sobre la materia que tratamos puede ser alumbradora.

La familia hoy -ha podido decir DÍEZ-PICAZO- no es un cuerpo político o cuasi-político, sin un asunto estrictamente privado de sus miembros. Familia en el sentido del artículo 39 de la Constitución no es sólo la matrimonial, pues el artículo 39 hace independiente la protección integral de los hijos del origen familiar que tengan, y el artículo 14 impide cualquier tipo de discriminación. En esta línea ha dicho ESTRADA ALONSO recientemente que el concepto de familia debe cimentarse sobre el potenciamiento de la personalidad del individuo y sobre la comunidad de vida estable; como esto puede darse tanto dentro del matrimonio como fuera del él, los convivientes «more uxorio» configuran una familia. El que exista patria potestad de los padres con independencia de matrimonio o no (artículo 156 C.C.) supone el reconocimiento de la familia de facto.

El legislador se ha esforzado por luchar contra la unión libre, facilitando el matrimonio. Pero -dice MAZEAUD- queda mucho por hacer: numerosos son los prometidos faltos de vivienda, y del dinero necesario para la instalación del hogar, y en el plano jurídico hay que simplificar las condiciones de forma y fondo (prohibiciones para celebrarlo, resistencia de los padres al matrimonio de sus hijos...).

Los unidos de hecho -dice ESTRADA ALONSO- son hoy reconocidos socialmente y cada vez más por las leyes. En Francia, los ayuntamiento expiden «certificado de concubinato», que da derecho en materia de seguridad social, ferrocarriles (S.N.C.F.), arrendamiento, seguros, crédito... Esta unión de hecho -reconoce el autor- puede con todo enfrentarse al matrimonio de uno de ambos convivientes. La unión adulterina entonces puede perjudicar al matrimonio, por lo que en los conflictos con las uniones no matrimoniales a la familia fundada en al matrimonio debe darse trato preferencial.

El Derecho -ha dicho LEÓN RAUCENT- no debe ignorar el concubinato, pero tampoco favorecerlo; reconocer las liberalidades entre concubinos es «encourager» el concubinato. Actualmente -como resume MAZEAUD- la jurisprudencia (francesa) no declara ya nulas tales liberalidades (donaciones y disposiciones testamentarias) por causa inmoral como antes. Hoy la liberalidad sólo es nula si su móvil determinante es contrario a las buenas costumbres, si ella es el «pretium stupri»; la causa ha de ser por tanto la iniciación, la continuación o la extinción de las relaciones inmorales o la retribución de las mismas. La prueba de móvil inmoral puede resultar de simples presunciones.

La nupcialidad y la concubinalidad -acaba de exponer CARBONNIER- se contemplan como vasos comunicantes: la caída de la primera hace presumir una ascensión de la segunda. Fenómeno que se une a otros: el aumento de la tasa de ilegitimidad y el del divorcio, para preguntarse a continuación, ¿por qué no liquidar los interesas de concubinos sobre la base analógica de la comunidad conyugal?

Los abiertamente partidarios de la libertad sexual -ha dicho GITRAMA GONZÁLEZ- no es que en realidad sean tantos, sino que se les oye más que a los que procuran evitar estragos en la familia legítima y otros males de carácter social incalculable. Pero aunque fuesen una legión, el Derecho [...] no puede ir a remolque de la realidad social, pues tiene también, como indeclinable misión, la de conformar la sociedad con arreglo a los ideales de la justicia; no puede, en suma, ante las imperfecciones humanas, abdicar de su carácter configurador del mundo del deber ser.

La ideas expuestas son a mi juicio, extraordinariamente reveladoras; muestran enfoques diferentes sobre la íntima esencia, naturaleza y fin del Derecho. Concretando a la materia objeto de estudio, cabe realizar la siguientes precisiones:

I. El concubinato ante la Constitución de 1978.

Puede afirmarse sin ninguna duda que la familia reconocida institucionalmente y a la que la Constitución se refiere para afirmar la necesidad de su protección es la originada por el matrimonio: no hay constitucionalización de la familia de hecho o familia natural, equiparada jurídicamente a la matrimonial. El párrafo 2 del artículo 39 emplea la locución «así mismo»; si la pareja estable origen de la prole o ésta con uno solo de los progenitores se incluyese en el término «familia» del párrafo 1, el «así mismo» del 2 no tendría sentido, se incluiría en el 1 (SANCHO REBULLIDA). La Constitución, en suma, promete la protección de la familia y además, con diferente destinatario de la protección, la de los hijos no matrimoniales y de las madres de la protección. El ius connubi además se reconoce como un derecho fundamental de la persona (art. 32), como algo, por tanto, bueno, deseable y protegido (lo está por el recurso de amparo por de pronto).

La visión constitucional es, por tanto, clara, más a la vista de sus antecedentes y del iter parlamentario que recorrió: ni libertad total que implicaría el «toda persona tiene derecho al desarrollo y a la libre disponibilidad de su afectividad y a su sexualidad» (fracasada enmienda de un grupo parlamentario). Ni tampoco supone la Constitución ninguna nota censoria para las uniones de hecho. El matrimonio es un valor positivo y por ello protegible, a diferencia de aquéllas en suma. De ahí que, como exponen LACRUZ y SANCHO, si la ley habla de familia comprende a los hijos sin distinción, pero no al concubino, que sólo se considerará familia en los casos concretos en que la ley otorgue al grupo extraconyugal, en cuanto tal, una tutela específica.

Sigue en definitiva considerándose a la familia como lo que es: institución, ética, natural, fundada en la relación conyugal de los sexos, en el consortium omnis vitae de marido y mujer, los que deben por ello actuar en el interés superior de aquélla (art. 67 C.C.), y sin que se atisbe reconocimiento alguno de un vinculo paramatrimonial entre quienes meramente conviven more uxorio.

Partiendo de lo anterior, conviene con todo precisar aspectos importantes de la materia objeto de estudio.

II. El hombre y la mujer unidos sin matrimonio.

La realidad de la unión entre un hombre y una mujer sin matrimonio, existente y real, no puede -como se ha advertido- ignorarse por el Derecho, aunque los convivientes vivan a sus espaldas. A espaldas del Derecho en mayor o menor medida, pues tampoco cabe desconocer que los concubinos pueden querer que su unión se reconozca jurídicamente. ¿Qué decidir? En el estado actual de Derecho español cabe realizar algunas consideraciones que pueden ser orientadoras.

1. No cabe atribuir efectos personales cuasimatrimoniales a la situación concubinaria. Ésta, que nace espontánea, puede morir en cualquier momento de igual modo, si los cónyuges están obligados a vivir juntos, guardarse fidelidad y socorrerse mutuamente (art. 68 C.C.), debido a la vinculación jurídica vitalicia que el matrimonio ha originado, al faltar éste falla todo lo que pretende derivarse del mismo. Y es que los que no quieren, o no pueden vincularse jurídicamente, no tienen luego derecho a invocar las reglas jurídicamente, no tienen luego derecho a invocar las reglas legales establecidas en atención al vínculo mismo, y a partir de él, por el carácter institucional del matrimonio que en la mera convivencia falta.

2. De ahí se deriva igualmente que a un pretendido «contrato de ménàge» o a unas «seudo capitulaciones paramatrimoniales», con obligaciones personales y con efectos patrimoniales (bienes, deudas, responsabilidades...), calcados prácticamente de la regulación legal del matrimonio y sus efectos propios, no debe dárseles eficacia en Derecho, al faltar la premisa básica, el matrimonio.

Someterse expresamente, por ejemplo, «al régimen de la sociedad de gananciales del C.C. como si de marido y mujer se tratara» (supuesto de hecho, Audiencia Provincial de Córdoba, sentencia de 21 de abril de 1986) no puede más que aludirse por su carácter testimonial, por lo expuesto. No digamos si los así pactantes estuvieren casados, uno o ambos, y con régimen de comunidad al estipular lo anterior; la ignorantia iuris sería total respecto a la pretendida asimilación al régimen matrimonial.

3. En definitiva, pues, los concubinos si desean dar firmeza futura a su unión en lo económico, pueden y deben, deben y pueden, como cualquier persona, acudir a los medios normales, típicos de la ley: a la sociedad civil, en la que cabe llegar a hacer comunes todas la ganancias que cabe llegar a hacer comunes todas las ganancias que obtengan indistinta o conjuntamente (art. 1.675), y sin que -como ha considerado con acierto el T.S. en sentencia de 5 de octubre de 1957- quepa presumir en el concubinato la existencia de una sociedad de hecho (si los pactos se mantienen secretos entre los socios, dice el art. 1.669, y cada uno de ellos contrata en su propio nombre con los terceros, el supuesto se rige por las disposiciones legales de la comunidad de bienes). Este condominio al ser de carácter interno, producirá pues efectos a lo sumo entre los condominios que pactaron de este modo su economía convivencial, si afectar en absoluto a terceras personas: cónyuge legítimo, legitimarios, acreedores..., artículo 1.257 C.C. y total ordenamiento español.

III. El concubinato y los hijos.

Hace pocos años ha señalado FUENMAYOR que «la negativa a la equiparación entre las diversas clases de hijos no es fruto de perjuicios de época, sino algo muy profundo, pues tiene en su respaldo toda una concepción de la familia basada en el matrimonio monógamo y estable. Sólo el sentimentalismo ha podido encubrir -dentro de un planteamiento pretende ser cristiano- la falacia que encierra la tesis de la equiparación. La calificación jurídica del hijo -agrega- es heterónoma, no depende de su voluntad, como tampoco dependen de ella sus atributos físicos o intelectuales. No pretendamos -termina diciendo- la cuadratura del círculo. Para una buena parte de la prole nacida fuera del matrimonio la mejor solución ha de ser, sin duda, encontrar una familia [...]; la adopción ha logrado hoy un nuevo sentido [...]».

Hoy, el principio de equiparación de la filiación constitucionalmente proclamado ha dado lugar a la reforma del C.C. de 13 de mayo de 1981: la filiación matrimonial y la no matrimonial, así como la adopción plena -dice el actual artículo 108- surten los mismos efectos «conforme a las disposiciones de este Código» (y es que en algunos preceptos se establecen diferencias como en el 837, en el 968, y en cuanto a los medios para determinar la filiación no matrimonial; lo que es obvio, pues, mientras la primera filiación tiene como base un hecho fácilmente constatable, el matrimonio, precisamente es lo que falta en la no matrimonial. Ante la regulación legal de la filiación cabe hacer, en la materia objeto de estudio aquí, algunas observaciones:

1. Como ha puesto de relieve inmediatamente la doctrina más autorizada, la nueva normativa parece ir más allá de la Constitución: con la reforma de 1981 la familia en cuanto relación paterno-filial está basada únicamente en el hecho biológico de la generación. Concretamente en el campo de la sucesión mortis causa apunta LACRUZ que «probablemente entretenidos los autores del proyecto en diseñar el articulado del régimen matrimonial, la filiación y la patria potestad, apenas se ocuparon de las reglas de derecho sucesorio para la filiación. Preponderó, pues -agrega-, la idea simplista de que la igualación de los hijos consistía en conferir a todos la misma situación que actualmente tienen los legítimos, lo que -termina diciendo- va en perjuicio de la familia [...]». Idea simplista, cabe afirmar, no seguida por legislaciones como la francesa o la alemana por ejemplo, las que han procurado proteger a los miembros de la familia legítima, víctima del adulterio.

2. La necesidad de dar estabilidad a las relaciones de estado en beneficio del propio hijo «sobre todo cuando ya vive en paz una determinada relación de parentesco» (Exposición de Motivos del Proyecto de 1979, presentado al Congreso de los Diputados), unido a la presunción de paternidad del marido, constituyen frenos a la legitimación para impugnar la paternidad del marido: ¿puede determinarse la filiación no matrimonial del hijo de mujer casada, por ejemplo, frente a la presunción de paternidad de su marido en situaciones al menos de apariencia de cohabitación conyugal?, cabe preguntarse por tanto.

3. Ciertamente es preocupante -como señala LACRUZ- la facilidad con que mediante un reconocimiento de paternidad pueda el varón desviar la mayor parte del caudal hereditario desde sus descendientes matrimoniales hacia personas que acaso no tengan con él parentesco alguno y a las que quiera favorecer, pues la impugnación de la paternidad por terceros fácilmente tropezará, una vez fallecido el causante, con dificultades insuperables y en todo caso obliga a un pleito largo y caro.

Desde luego, lo que sí cabe afirmar en materia de reconocimiento de filiación no matrimonial es que la presunción de paternidad del marido del actual artículo 116, al implicar una determinación legal que no puede decaer mientras no se acredite judicialmente la contradictoria no matrimonial, pone coto eficaz al pretendido reconocimiento. Así resulta del artículo 113 al declarar ineficaz la determinación de una filiación en tanto resulte acreditada otra contradictoria.

Como se aprecia en los concretos puntos problemáticos apuntados, la regulación actual de la filiación provoca aspectos conflictivos y produce situaciones de evidente inseguridad jurídica en campo tan delicado como el del estado civil de filiación. Quede sólo expuesta la panorámica en sus líneas generales en lo que aquí importaba: resaltar la situación jurídica de los hijos no matrimoniales y el posible choque con la familia matrimonial.

IV. El jurista ante el concubinato.

Pensamos que el estudio de la llamada unión libre, no matrimonial, no puede dejar de hacerse por el Derecho. Al enfrentarse ante esta realidad, el jurista no puede ni debe quedar indiferente: matrimonio y concubinato no ocupan lugares paralelos, ni siquiera está éste en un plano inferior; pertenece al mundo de los hechos con repercusión en el del Derecho. El matrimonio, constitutivo de la familia, es institución natural a la que el Derecho debe adecuada protección y el jurista tiene por tanto que colaborar activamente a ella. Esto es lo que hemos intentado exponer en el estudio realizado. Y es que proteger el matrimonio es hacerlo a quienes libre y voluntariamente han ido a él con todas sus consecuencias; considerar cuasimatrimonio a los que a aquél dan la espalda -por muchas razones que aleguen y se aleguen- supone evidente injusticia. Y es que -como expuso RODIÉRÉ- si el primer enemigo del matrimonio es el divorcio, que lo destruye, el segundo es la unión libre, que lo suplanta (V. matrimonio; derecho de familia; filiación; reconocimiento de hijos; legítima; sucesión mortis causa).

Relación sexual prolongada, entre dos personas de diferente sexo, que no están unidas por el vínculo matrimonial.

Dicha relación suele revestir la apariencia del matrimonio, pues los concubinos viven con frecuencia en la misma casa, tienen hijos y se prestan ante la sociedad como verdaderos cónyuges.

Si miramos al matrimonio como una institución de derecho natural, y lo definimos como una comunidad de vida, basada en el mutuo consentimiento de la partes con el fin de procrear hijos y educarlos
y asistirse recíprocamente, podríamos concluir que el concubinato y el matrimonio son dos modos de nombrar una misma realidad.

Y en verdad, puede haber entre los concubinos una disposición de ánimo similar a los cónyuges, una intención de mantener la situación que han asumido recíprocamente, un sincero amor mutuo y una gran evocación hacia los hijos. Todo ello configura una relación donde no faltan algunos valores positivos, si se los considera separadamente, como pueden ser la recíproca abnegación, y el cariño a los hijos.

En principio, la característica del concubinato es su escencial disolubilidad; esta basada en la posibilidad de que cualquiera de los concubinos, insatisfecho de la Unión la abandone sin
inconvenientes de ningún orden.

Podrá aducirse que existen parejas que han asumido un compromiso serio, con el propósito de mantenerlo de por vida, y que aspiran a cumplir todos los fines propios del matrimonio, pero
que se resisten a celebrar el acto que de fijeza jurídica a su acuerdo de voluntades.

Aunque en relación pudiera ser equivalente al matrimonio natural, y eventualmente constituir un compromiso que ligara en el fuero interno al hombre y a la mujer que los han asumido, no cabe duda de que no revestiría, en fuero externo, la calidad del matrimonio y que no pasaría de ser un hecho incapaz de producir los efectos jurídicos propios de aquélla institución.

Y precisamente para valorar esa diferencia entre matrimonio y concubinato, para que la compromiso mutuo adquiera consistencia jurídica, y el estado de los cónyuges publicidad, certeza y fáciles medios de acreditación, el derecho positivo ha organizado el matrimonio, condicionando su validez a la observancia de las formas legales, sometiéndolo a una celebración solemne e inscribiéndolo en registros especiales.

En Roma se admitió, a la par de las justae nuptiae, el concubinato. Su régimen legal no tenía diferencias realmente sustanciales con el legítimo matrimonio, tanto más en cuanto que el usus de más de un año era una de las formas de casamiento. Sólo estaba permitido entre púberes no parientes en grado prohibido; no se podía tener más de una concubina, ni podían tenerla los casados.

En antiguo derecho español, la barragania fue cuidadosamente legislada, no obstante que las partidas comienzan por declararla pecado mortal.

Establecen que la barragana debe ser una sola, que no pueden tomarla los casados, ni los sacerdotes, ni puede serlo la pariente dentro del cuarto grado, ni la cuñada (partida IV, Tit. 13).

En el título siguiente se le reconoce a la barragana un derecho sucesorio de una duodecima parte de los bienes de su concubino, siempre que hubieran tenido un hijo.


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