Enciclopedia jurídica

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Matrimonio canónico: disolución

Derecho Canónico Matrimonial

1. El principio de indisolubilidad: Noción e historia.

La doctrina y la legislación de la Iglesia proclaman que el matrimonio es indisoluble. El c. 1.056 establece que «las propiedades esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento», precepto que reitera la doctrina del Magisterio eclesiástico resumida por el papa Juan Pablo II: «Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su revelación: Él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia».

Los textos transcritos y cuantos conciernen a la indisolubilidad se refieren al matrimonio en general y no solamente al canónico, pues se considera que es propiedad del derecho natural secundario, porque no hace imposible de modo absoluto el cumplimiento de los fines del matrimonio, pero los dificulta notablemente. Esta referencia al plano secundario del derecho natural explica las excepciones del principio de indisolubilidad, que luego se examinarán.

La indisolubilidad es un elemento estructurador del matrimonio y se configura como la dimensión temporal de la perpetuidad, sustrayendo su duración a la voluntad de los cónyuges, de otras personas o de la autoridad. Pero la indisolubilidad es también principio informador del régimen jurídico del matrimonio canónico que está presente, principalmente en la regulación de las situaciones finales, limitando la indisolubilidad al matrimonio rato y consumado, el cual «no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte» (c. 1.141) y admitiendo la disolución de los matrimonios no consumados, aunque sean ratos, y de los matrimonios no sacramentales, aunque hayan sido consumados, si concurren los requisitos exigidos por la ley en cada supuesto.

También es importante distinguir la indisolubilidad intrínseca de la extrínseca. Según aquélla, los cónyuges no pueden disolver su matrimonio por propia y exclusiva voluntad, sin que se admita ninguna excepción. La indisolubilidad extrínseca excluye la posibilidad de disolución por parte de la autoridad; pero, si el matrimonio no está consumado o no es rato, se admiten las limitadas excepciones anteriormente enunciadas, que dejan un ámbito muy reducido a la posibilidad de disolver el matrimonio canónico, pues se consuman la inmensa mayoría de los matrimonios entre bautizados. Puede asegurarse que en el Derecho canónico domina el principio de indisolubilidad y que las excepciones no lo oscurecen, lo que contrasta con la amplitud creciente del divorcio en las legislaciones civiles que desborda los prudentes límites del principio de estabilidad del matrimonio proclamado por dichas legislaciones.

En los primeros tiempos de la Iglesia el principio de indisolubilidad indujo a algunos padres orientales y a unos pocos concilios a prohibir las segundas nupcias, aun después de la muerte de un cónyuge, para que así se respetara la monogamia por el viudo y por considerarse impuro el comercio de los sexos. Pero la Iglesia occidental siempre fue proclive a la libertad del cónyuge viudo para celebrar segundas nupcias, aunque el Código de 1917 mantuviera la alabanza paulina de una viudez casta y la prohibición a la mujer de recibir la bendición solemne en nupcias posteriores si ya la hubiere recibido anteriormente, prescripciones que no se recogen por el vigente Código de 1983.

Viviendo ambos cónyuges se prohibía el paso a nuevas nupcias, con fundamento en varios pasajes evangélicos y de las epístolas paulinas, sobre todo en el texto de san Mateo: «Yo os aseguro que quien repudia a su mujer, excepto el caso de fornicación, y se casa con otra comete adulterio. Y el que se casa con la repudiada comete adulterio» (Mat. 19,9). El comentario de san Agustín no deja lugar a dudas: «Así, pues, afirma (el Señor) que una mujer permanece ligada a su marido mientras éste no haya muerto. De la misma manera, dice que el marido permanece siempre ligado mientras su mujer viva. Si la despide por causa de adulterio, que no tome otra: porque cometería el crimen que reprocha a la esposa que se ha separado. Igualmente, si la mujer despide a su marido adúltero, ella no debe unirse a otro hombre; porque está sujeta a su marido tanto tiempo como éste viva. Únicamente la muerte del marido puede darle la libertad de unirse a otro sin cometer adulterio» (san Agustín, De coniugiis adulterinis, II, 5). En el mismo sentido se expresaron otros padres, que no admitieron que el adulterio ni otras circunstancias fueran causa de disolución o divorcio, sino de mera separación de cuerpos, aunque algunos autores se mostraron favorables a la disolución en caso de adulterio y un par de concilios y algún penitencial lo admitieron, además, por otras causas.

Estas manifestaciones de laxismo constituyen, al menos, como ha escrito el profesor GAUDEMET, un signo de las vacilaciones y de la primacía concedida a veces a un espíritu de caridad inspirado por la dificultad de ciertas situaciones para aliviar un poco el principio fundamental de la indisolubilidad. No prosperaron estas tendencias laxistas y en el titubeante proceso histórico del primer milenio se fue imponiendo el principio de indisolubilidad del matrimonio rato y consumado, reafirmado por numerosos concilios y decretales pontificiales, contribuyendo a ello la adquisición por la Iglesia de la jurisdicción sobre el matrimonio, que se afianza a partir del siglo X.

Pero la historia del principio de indisolubilidad es, principalmente, la historia de las sucesivas excepciones introducidas por las leyes canónicas y que se exponen seguidamente.

La disolución del matrimonio inconsumado tiene su primera y fundamental explicación en la famosa disputa medieval acerca de si el matrimonio se perfeccionaba por el consentimiento o por la cópula y que fue mantenida en el siglo XII entre las escuelas de París y de Bolonia, encabezadas, respectivamente, por Pedro Lombardo y por Graciano. La solución definitiva se debe al papa Alejandro III, que sostuvo una posición intermedia entre las defendidas por las dos escuelas en pugna, disponiendo que el matrimonio inconsumado no puede ser disuelto por un matrimonio posterior (X, 4, 4, 3), pero que se disuelve especialmente por el voto o por la afinidad subsiguiente, al menos pública (X, 3, 32,2-7; X, 4, 13, 2) y en los dos casos permite Alejandro III convocar a nuevas nupcias.

El ingreso en religión como causa de disolución del matrimonio rato fue admitido por Graciano, según su peculiar doctrina acerca de la perfección del matrimonio, y Alejandro III dispuso en varias decretales que, si no hubo cópula carnal, puede uno de los esposos ingresar en religión sin el consentimiento del otro y ese otro puede contraer nuevo matrimonio. El concilio de Trento definió dogmáticamente que «si alguno dijere que la profesión solemne religiosa de uno de los cónyuges no disuelve el matrimonio no consumado, sea excomulgado» (Ses. XXIV, cap. IV), y el Código de 1917 dispuso en su c. 1.119 que el matrimonio no consumado entre bautizados o entre una parte bautizada y otra que no lo está se disuelve por disposición del derecho en virtud de la profesión religiosa solemne, causa de disolución expresa que no ha sido recogida por el Código de 1983, según se verá más adelante. La disolución del matrimonio inconsumado por dispensa pontificia en virtud del ejercicio por el Papa de su potestad vicaria fue una cuestión muy discutida, pues hasta el siglo XVI contó con la oposición de los teólogos, hasta que una comisión de ocho cardenales designados por Clemente VIII declaró unánimemente el 16 de julio de 1599 que no había duda alguna sobre aquel poder del Papa para la disolución del matrimonio rato y no consumado, siendo común en tiempos de Bonifacio XIV la opinión afirmativa de teólogos y canonistas.

La excepción de disolución del matrimonio por aplicación del privilegio paulino se configuró por el apóstol san Pablo en este texto: «A los demás digo yo, no el Señor: Si algún hermano tiene por mujer a un infiel y éste consiente en habitar con ella, no abandone a su marido. Porque un marido infiel es santificado por la mujer fiel y la mujer infiel santificada por el marido fiel; de lo contrario, vuestros hijos serían mancillados, en vez de que ahora son santos. Pero, si el infiel se separa, sepárese, porque en tal caso ni hermano ni hermana deben sujetarse a servidumbre, pues Dios nos ha llamado a la paz» (1 Cor. 7,12-15). El texto suscitó numerosas dudas, sobre todo acerca de si regulaba un supuesto de disolución o de separación, el momento de la ruptura del vínculo, la autoridad del mandato y el fin perseguido, dudas que fueron resolviéndose fatigosamente a través de reflexiones doctrinales y de sucesivas normas jurídicas. Inocencio III es el Pontífice que da solución a las más importantes cuestiones del caso del apóstol con sus célebres decretales Quanto te y Gaudeamus in Domino, acogidas en la Compilatio III y luego en las Decretales de Gregorio IX (X, 4, 19, 7-8). Declara válido el matrimonio de infieles aunque se opusiere un impedimento de Derecho Eclesiástico, y también dispone que, si el esposo que se ha convertido vivía en régimen de poligamia antes de haber recibido el bautismo, debe volver a su primera esposa después de su conversión, aunque ya la hubiere despedido y tomado otra; pero si esta primera esposa rehúsa después de la conversión de su marido volver a la vida en común o no consiente en ello más que con desprecio del Creador o buscando arrastrar a su marido al pecado, pierde todo derecho a recobrar a su marido, y el converso puede, si quiere, contraer nuevas nupcias. Esta regulación del privilegio paulino fue aceptada doctrinalmente por la mayor parte de los autores y pasó al Código de 1917 (cc. 1.120 a 1.124) y al vigente de 1983 (cc. 1.143 a 1.147).

La última excepción al principio de indisolubilidad admitida por la Iglesia se conoce con la denominación, no aceptada por todos, de privilegio petrino. Hasta el siglo XVI era opinión de teólogos y canonistas que ningún matrimonio legítimo o no sacramental podía ser disuelto fuera del privilegio paulino; pero, a raíz de tres constituciones dictadas a lo largo de dicho siglo para resolver nuevas situaciones creadas por los usos de los indígenas en los territorios que se iban descubriendo, se dividieron los pareceres sobre la calificación de dichos textos jurídicos, alineándose fundamentalmente en dos direcciones: los que entendían que dichas constituciones no dejan de ser extensiones del privilegio paulino y los que aseguraban que constituían otra modalidad diferente de ejercicio por el Papa de su potestad ministerial o vicaria. La práctica de la Santa Sede demostró que estaban en lo cierto los defensores del privilegio petrino como instituto distinto del paulino, ya que desde el año 1924, bajo el pontificado de Pío XI, se fueron concediendo gracias a favor de la disolución de matrimonios no sacramentales y que no se fundamentaban ni en el privilegio paulino ni en ninguna de las mencionadas constituciones, pues fueron concesiones otorgadas directa y especialmente para cada caso por el romano Pontífice, haciendo uso de su poder vicario a favor de la fe, concesiones que fueron reguladas posteriormente por la instrucción del Santo Oficio de 1 de mayo de 1934. La distinción fue confirmada por Pío XII en el discurso que dirigió a los auditores de la Rota Romana el 3 de octubre de 1941: «Es superfluo repetir -decía- que el matrimonio roto y consumado es indisoluble por derecho divino y no puede ser disuelto por ninguna potestad humana; mas, los otros matrimonios, aun siendo intrínsecamente indisolubles, no tienen una indisolubilidad extrínseca absoluta, sino que, dados ciertos presupuestos necesarios, pueden ser disueltos, no solamente en virtud del privilegio paulino, sino también por el romano Pontífice en virtud de su potestad ministerial».

Algunas doctrinas pretenden ampliar el ámbito de disolubilidad de los matrimonios canónicos y no pueden preverse los resultados legislativos a que pueda llegar la actual reflexión teológica y jurídica sobre esta cuestión, pues, como se concluye en una de las tesis sobre el matrimonio propuesta por la comisión teológica internacional, no se excluye que la Iglesia pueda precisar más aún las nociones de sacramentalidad y consumación y explicar mejor todavía el sentido de dichas nociones de modo que el conjunto de la doctrina referente a la indisolubilidad del matrimonio pudiera ser propuesta en una síntesis más profunda. Hasta ahora no ha alcanzado aceptación ninguna de las propuestas doctrinales para ampliar el ámbito de las excepciones a la indisolubilidad. Unas tienden a dar mayor alcance a la noción de matrimonio inconsumado y otras a restringir la extensión de la sacramentalidad del matrimonio, lo que conduciría a aquella ampliación, manteniéndose la actual disciplina sobre la disolución. En cambio, tendría que variar la actual posición del magisterio y de la legislación canónica sobre la absoluta indisolubilidad del matrimonio rato y consumado para que pudiera aceptarse la propuesta de algunos autores en el sentido de que el ejercicio por el Papa del poder de las llaves no tiene límites para disolver el matrimonio, porque dicho poder lo ejerce vicariamente; es el mismo poder de Cristo y, por ello, puede disolver en cada caso los matrimonios ratos y consumados; es posible -dicen- que el Papa no tenga conciencia aún de que tiene ese poder y que se precise un mayor avance en la investigación bíblica, teológica y jurídica, o es posible que lo sepa y no considere oportuno ejercitarlo.

En el vigente Código, promulgado por Juan Pablo II el 25 de enero de 1983, las excepciones al principio de indisolubilidad se mantienen dentro de los límites tradicionales y son las que se exponen a continuación.

2. La disolución por muerte.

El c. 1.141, ya citado, dispone que «el matrimonio rato y consumado no puede ser disuelto por ninguna potestad humana, ni por ninguna causa, fuera de la muerte». A pesar de esta expresión, no es la muerte una causa de disolución, que para serlo con propiedad presupone la vida de ambos cónyuges. La muerte es, más bien, una circunstancia natural que produce la extinción del matrimonio porque destruye la bipersonalidad esencial al matrimonio y produce la consecuencia de que el cónyuge viudo quede en libertad para celebrar ulteriores nupcias. El c. 1.141 es tajante a este respecto y, por consiguiente, no debe ser impedida la celebración de nuevas nupcias por el viudo, ni obstaculizada so pretexto de que es preferible mantenerse en estado de viudez, o que debe guardarse un año sin casarse de nuevo para respetar la memoria del difunto (año de luto), o que la mujer no pueda casarse de nuevo hasta transcurridos, por lo menos, trescientos días desde la fecha de la defunción del marido, en evitación de la commixtio sanguinis y la consiguiente incertidumbre de la prole habida dentro de ese plazo.

Lo que exige el Codex para que puedan contraerse segundas nupcias es que conste con certeza la disolución de las primeras (c. 1.085,2) que, en el caso de que tenga lugar por muerte, habrá de probarse ésta legítimamente, a saber, mediante documento auténtico, eclesiástico o civil (c. 1.707,1). En el caso de que no pueda acreditarse por documento auténtico la muerte de un cónyuge, el otro «no puede considerarse libre del vínculo matrimonial antes de que el obispo diocesano haya emitido la declaración de muerte presunta» (c. 1.707,1), de cuyo texto se deduce que, ni el obispo declara disuelto el matrimonio por muerte presunta, ni autoriza el transitus ad alias nuptias, sino que es el cónyuge presente el que puede considerarse libre para pasar a nuevas nupcias y que si reaparece el cónyuge presuntamente fallecido será nulo el segundo matrimonio, pues el primero conserva su validez, según se deduce del c. 1.141. El procedimiento para declaración de muerte presunta ha de instruirse por el obispo diocesano o un delegado; tiene naturaleza administrativa y solamente podrá formular dicha declaración cuando alcance certeza moral sobre la muerte del cónyuge, no bastando el solo hecho de la ausencia del cónyuge, aunque se prolongue por mucho tiempo (c. 1.707,2).

3. La disolución del matrimonio no consumado.

Esta excepción a la indisolubilidad del matrimonio rato y consumado se recoge por el c. 1.142 en los siguientes términos: «El matrimonio no consumado entre bautizados, o entre parte bautizada y parte no bautizada, puede ser disuelto con justa causa por el romano Pontífice a petición de ambas partes o de una de ellas, aunque la otra lo ignore». Del texto se deduce que la disolución puede operar no solamente sobre matrimonio rato (entre dos bautizados), sino también sobre matrimonio dispar (entre bautizado y no bautizado), en el que, según la opinión común, no hay sacramento. Son, pues, requisitos para que pueda disolverse el matrimonio en estos casos:

A) Que la cópula perfecta haya tenido lugar antes de la celebración del matrimonio o después de la celebración si ninguna de las partes estaba bautizada válidamente y no hubiera cópula después del bautismo recibido en la Iglesia católica o en otra Iglesia cristiana, lo que permite establecer los siguientes supuestos de actuación de la disolución:

1. Matrimonio entre bautizados: 1.º Matrimonio entre dos bautizados que no lo consumaron después de la celebración. 2.º Matrimonio entre dos infieles cuando, bautizados ambos posteriormente, no consumaron el matrimonio después de recibir el bautismo, aunque antes hubiere habido entre ellos relaciones copulativas.

2. Matrimonio entre parte bautizada y no bautizada: 1.º Matrimonio contraído con dispensa del impedimento de disparidad de cultos, o sin ella si la parte bautizada lo fue en la Iglesia cristiana acatólica, siempre que no se hubiere consumado después de la celebración. 2.º Matrimonio entre no bautizados, contraído en la infidelidad, si uno de ellos se convierte y el matrimonio no llegó a consumarse después de la conversión, siempre que el bautizado no quiera usar del privilegio paulino, ni cohabitar pacíficamente a favor del cónyuge infiel, según la sentencia más común.

B) Inconsumación del matrimonio, que se define por su contrario. Hay consumación, según el c. 1.061,1, «si los cónyuges han realizado de modo humano el acto conyugal apto de por sí para engendrar la prole, al que el matrimonio se ordena por su misma naturaleza y mediante el cual los cónyuges se hacen una sola carne». Ha de precisarse que la consumación requiere:

1.º Que el acto consumativo sea conyugal, es decir, ente personas unidas por válidas nupcias y estando bautizado, al menos, uno de los cónyuges.

2.º La cópula ha de ser física, presumiéndose que a la penetración en la vagina sigue la eyaculación de semen ordinario. Consiguientemente, no hay consumación cuando sólo hay mera aposición de los genitales, o penetración en la vulva solamente, o falta de eyaculación.

3.º Ha de efectuarse de modo humano, lo que significa que, por ser acto humano, ha de efectuarse de modo deliberado y libre por ambas partes, con intención actual o, al menos, virtual, y al tener que efectuarse de modo humano, no se consuma cuando el acto natural se desvirtúa mediante el recurso a anticonceptivos físicos, químicos o biológicos, a la inseminación artificial, a la fecundación in vitro, o al onanismo.

C) Certeza de la inconsumación mediante prueba bastante para enervar la presunción establecida por el c. 1.061,2, según el cual «una vez celebrado el matrimonio, si los cónyuges han cohabitado se presume la consumación, mientras no se pruebe lo contrario», prueba que es más fácil cuando los cónyuges no han cohabitado o había impotencia de alguno y que tiene serias dificultades cuando los cónyuges no han cohabitado en circunstancias normales.

D) Justa causa, que ha de existir necesariamente para que sea válida la disolución, según dispone el c. 1.142, pues el Papa usa de poder vicario y no propio. Estas causas han de ser, además, graves y urgentes, sean públicas o privadas, y han de tener como fundamento la caridad, la necesidad o la piedad. Entre ellas hay que situar ahora, en primer lugar, la profesión religiosa, temporal o perpetua, o la petición de ser admitido al noviciado, pues ha desaparecido la disolución ipso iure por profesión religiosa. Los autores enumeran otras causas, como el odio incurable, deseo de las partes de celebrar nuevas nupcias, temor de escándalo, impotencia sobrevenida, divorcio civil, enfermedad contagiosa o que impide el uso del matrimonio, dilación injustificada de la consumación y otras. La lista es abierta y el número VII del motu proprio «De Episcoporum numeribus», de 15 de junio de 1966, dispone que «es causa legítima de dispensa el bien espiritual de los fieles».

E) Petición de la disolución por ambas partes o por una de ellas, aunque la otra se oponga, requisito que probablemente se exige para la licitud y no para la validez.

4. La disolución por aplicación del privilegio paulino.

El matrimonio de infieles se disuelve ipso iure por aplicación del privilegio paulino cuando uno de los cónyuges se bautiza y contrae nuevo matrimonio con persona bautizada si el otro cónyuge permanece en la infidelidad y rehusó cohabitar con el bautizado y no quiso hacerlo sin ofensa del Creador (sine contumelia Creatoris), a no ser que la parte bautizada le hubiera dado, después de recibir el bautismo, motivo justo para separarse (c. 1.143).

Con fundamento en el texto de san Pablo, transcrito anteriormente, el Papa ha dispuesto, en ejercicio de su potestad vicaria, la disolución ipso iure Codicis de los matrimonios entre infieles en los que ocurran los siguientes requisitos:

a) Matrimonio contraído entre dos personas no bautizadas (c. 1.143,1) y al que suele denominársele matrimonio legítimo.

b) Conversión y bautismo válido de uno de los cónyuges, permaneciendo el otro en la infidelidad (c. 1.143,1).

c) Separación del cónyuge infiel que no sea por motivo justo que el bautizado le hubiera dado después del bautismo, y que puede ser:

1. Separación material o física, que consisten en el hecho de separarse de la convivencia con el cónyuge bautizado.

2. Separación o abandono moral, que tiene lugar cuando el cónyuge infiel, aunque se aviniese a cohabitar, rehúsa hacerlo pacíficamente, sin ofensa del Creador, bien porque hace peligrar la fe del bautizado u ofende servicialmente sus creencias, bien porque le inflige continuas vejaciones que atentan contra la dignidad del bautizado y lo reduce a servidumbre moral.

3. Separación formal, cuando la parte infiel responde negativamente a la palabra, con hechos, o con su silencio, a las interpelaciones para que cohabite pacíficamente.

d) Interpelaciones que, en todo caso, habrán de dirigirse al cónyuge infiel para dejar constancia probatoria de su voluntad contraria a la conversión o a la pacífica cohabitación. Son exigidas por el Código para la validez del segundo matrimonio y deben hacerse después del bautismo, aunque el Ordinario puede permitir que se hagan antes e incluso puede dispensar de que se hagan, tanto antes como después del bautismo, con tal de que conste, al menos por un procedimiento sumario y extrajudicial, que no pudieron hacerse o que habrían sido inútiles. La interpelación se hará normalmente por la autoridad del Ordinario del lugar de la parte convertida, que preguntará a la parte infiel: 1.º Si quiere también ella recibir el bautismo. 2.º Si quiere, al menos, cohabitar pacíficamente con la parta bautizada, sin ofensa del Creador (cc. 1.144-1.145).

e) Va implícito el favor fidei en la disolución ipso iure del matrimonio, es decir, que como justa causa actúa la tutela del bien de la fe del cónyuge bautizado.

Una vez hechas las interpelaciones nace de inmediato el derecho que se concede a la parte bautizada para contraer matrimonio canónico con otra persona y, si el Ordinario lo consiente, con persona no católica, bautizada o no, observándose en estos casos las prescripciones sobre matrimonios mixtos. La disolución del vínculo contraído en la infidelidad tiene lugar en virtud de la válida celebración del nuevo matrimonio. Durante la situación de pendencia del derecho a contraer nuevo matrimonio, que no tiene plaza de prescripción ni de caducidad, puede cesar tal derecho y extinguirse cuando, antes de contraerse el nuevo matrimonio, el cónyuge infiel se convierte o simplemente revoca su negativa a convivir pacíficamente con la otra parte.

5. La disolución por aplicación del privilegio petrino.

Por el privilegio petrino se disuelve en favor de la fe el matrimonio contraído por dos partes, una de las cuales, al menos, no está bautizada en el momento de la resolución disolutoria, siendo presupuesto necesario que el matrimonio no reúna todos los requisitos exigidos para la disolución por aplicación del privilegio paulino, que tiene preferencia.

El favor fidei desempeña aquí, como en el privilegio paulino, una función teleológica que es fundamental. La disolución se otorga en favor de la fe del cónyuge o de un tercero y la casuística del privilegio petrino presenta como casos concretos: la recepción del bautismo o la conversión, la conservación de la fe en situaciones peligrosas para ella, la práctica y crecimiento de la vida cristiana, el provecho espiritual que sobrevendrá a las partes, a los hijos o a la comunidad eclesial por la celebración de un nuevo matrimonio o la convalidación de un matrimonio nulo. La doctrina y el magisterio pontificio han relacionado el favor fidei con la salus amimarum y con el bien común de la sociedad religiosa, pero constituyendo en todo caso el favor fidei la ratio dispensandi en la disolución del matrimonio.

Por aplicación del privilegio petrino, el Papa puede disolver matrimonios no sacramentales que quedan fuera del ámbito del privilegio paulino y opera de dos modos: por disposición general conforme a lo dispuesto por los cc. 1.148 y 1.149, y por acto especial conforme regula la instrucción «Ut notum», de 6 de diciembre de 1973.

A) Disolución por disposición general. Comprende los dos supuestos recogidos por el nuevo Código para reducir las situaciones de poligamia a unidad monogámica (c. 1.148) y el otro que se manifiesta cuando la separación se produce por cautividad o persecución (c. 1.149).

El caso de la poligamia es resuelto por el c. 1.148 en los siguientes términos: «Al recibir el bautismo en la Iglesia católica un no bautizado que tenga simultáneamente varias mujeres tampoco bautizadas, si le resulta duro permanecer con la primera de ellas, puede quedarse con una de las otras, apartando de sí a las demás. Lo mismo vale para la mujer no bautizada que tenga simultáneamente varios maridos no bautizados». Aquí está ausente el privilegio paulino, porque quien se separa es el cónyuge que se bautiza y no el infiel. Si con el varón se bautiza alguna de las esposas, éste será el único matrimonio válido, pues por el bautismo de ambos adquiere naturaleza sacramental el contraído en la infidelidad y, a favor de la fe, se disuelven los demás. Lo mismo vale para la mujer que tiene varios maridos.

El caso de la separación por cautividad o persecución, se resuelve por el c. 1.149, atendiendo a la situación extrema de imposibilidad material o moral de restablecer la convivencia y por ello dispone: «El no bautizado a quien, una vez recibido el bautismo en la Iglesia católica, no le es posible restablecer la cohabitación con el otro cónyuge no bautizado por razón de cautividad o de persecución, puede contraer nuevo matrimonio, aunque la otra parte hubiera recibido entre tanto el bautismo, quedando en vigor lo que prescribe el c. 1.141», es decir, que el cónyuge bautizado, mientras permanece en aquella situación, puede contraer matrimonio con otra persona, bautizada o no, aunque la otra parte hubiera recibido el bautismo, a no ser que en este caso el matrimonio se hubiera consumado, pues entonces sería rato y consumado y, por ende, indisoluble; de ahí la referencia al c. 1.141.

B) Disolución por acto especial del Romano Pontífice. Se regula por la citada instrucción «Ut notum» y por las normas procesales anejas a la misma, que recogen los siguientes supuestos de aplicación del privilegio petrino:

1.º Matrimonio entre infiel y bautizado acatólico, es decir, bautizado en Iglesia o confesión cristiana no católica.

2.º Matrimonio celebrado, con dispensa del impedimento de disparidad de cultos, entre católico e infiel. La referida instrucción autoriza la disolución del matrimonio dispar siempre que concurran las condiciones generales, que luego se examinarán, y conste que la parte católica, por causa de las peculiares características de la religión y especialmente por el exiguo número de católicos existentes en ella, no pudo evitar contraer aquel matrimonio y durante el mismo no pudo llevar una vida congruente con la religión católica (art. IV). Además, se dispone que la disolución del matrimonio dispar no se concede al solicitante católico para contraer nuevas nupcias con un bautizado que no se convierte (norma V).

3.º Matrimonio contraído entre infieles. Su disolución viene autorizada, aunque sea indirectamente, por la norma VI de la referida instrucción, al establecer la prohibición de conceder «la disolución de un matrimonio legítimo que se haya contraído o convalidado después de obtenida la disolución de un matrimonio anterior legítimo». Con esta prohibición se pretende evitar que se formen cadenas de disoluciones sucesivas, que no se conjugarían, ni con el carácter excepcional, ni con la seriedad del favor fidei, que opera dentro del principio de indisolubilidad; pero respetada esta limitación se autoriza implícitamente la disolución de matrimonios legítimos de infieles.

En todos los supuestos de aplicación del privilegio petrino han de concurrir ad validitatem los siguientes elementos:

­ Sujeto activo. Es el Romano Pontífice, que ejercita la potestad sacra en su pontificia plenitud. Este poder lo ejerce el Papa a través de la Congregación para la doctrina de la fe, correspondiendo la tramitación del procedimiento al competente Ordinario del lugar conforme a las normas procesales anejas a la instrucción «Ut noum».

Sujeto pasivo. Son las personas unidas por el matrimonio no sacramental, que han de reunir los requisitos exigidos por la norma I de la instrucción para la validez de la disolución:

a) La carencia de bautismo de uno de los cónyuges, al menos, durante todo el tiempo de la vida conyugal.

b) El no uso del matrimonio después de la posible recepción del bautismo por la parte que no estaba bautizada.

c) Que la persona no bautizada, o bautizada fuera de la Iglesia católica, conceda a la parte católica la libertad y la facultad de profesar su propia religión y de bautizar y educar católicamente a sus hijos; esta condición debe ser puesta de manera segura, bajo forma de caución.

La disolución del matrimonio se produce en virtud de nuevas nupcias, después del bautismo de uno de los cónyuges, cuando el privilegio se aplica ministerio legis (cc. 1.148 y 1.149). Y se disuelve por la concesión de la gracia cuando actúa en los otros supuestos.


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