Enciclopedia jurídica

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Forma ordinaria del matrimonio canónico

Derecho Canónico Matrimonial

1. Ideas generales.

Los obligados a la forma jurídica sustancial del matrimonio deben observar, en los supuestos comunes, la llamada forma canónica ordinaria: en supuestos especiales o excepcionales pueden acogerse a una forma simplificada doctrinalmente denominada forma extraordinaria. Prescindiendo, por ahora, de esta última, los rasgos generales de la primera vienen descritos en el c. 1.108,1, en los siguientes términos: «Solamente son válidos aquellos matrimonios que se contraen ante el Ordinario del lugar e el párroco o un sacerdote o diácono delegado por uno de ellos para que asistan y ante dos testigos, de acuerdo con las reglas establecidas en los cánones siguientes. El propio párágrafo 1 de dicho canon exceptúa los supuestos en que opera la llamada suplencia de la facultad de asistir al matrimonio, la forma extraordinaria o algunos supuestos de dispensa de forma, figuras, todas ellas, o las que enseguida aludiremos.

El sistema previsto en el canon 1.1108 es el precipitado de una interesantísima evolución histórica de la que conviene dejar constancia antes de entrar en el examen particularizado del régimen vigente de forma ordinaria.

2. Evolución histórica.

La formalización del contrato matrimonial canónico y la consiguiente obligación de que en la celebración del matrimonio esté presente un ministro sagrado (testigo cualificado) y dos testigos comunes llega tardíamente en la historia del Derecho matrimonial canónico. Concretamente dicha exigencia data del siglo XVI cuando el 11 de noviembre de 1563 se vota en la Sección XXIV del Concilio de Trento el Decreto Tametsi.

Hasta esa fecha existieron dos formas de celebración igualmente válidas: la celebrada públicamente in facie Eclesiae y la clandestina, es decir, el matrimonio celebrado con intercambio del consentimiento entre los esposos sin asistencia de testigo cualificado ni con formalidades rituales.

Sin embargo, la existencia y validez del llamado matrimonio clandestino no significa que la Iglesia no intentase reconducirlo al plano de la publicidad. Efectivamente, ya antes del siglo IV se detecta la efectiva existencia de unas formalidades rituales en que la bendición nupcial venía exigida ratione peccati y como el medio más idóneo de insertar, a través de la publicidad, el matrimonio cristiano en el contexto eclesial y social.

Incuestionablemente, en estos primeros siglos, esas formalidades rituales no tenían clara intencionalidad jurídica, pero igualmente es incuestionable que su mera existencia estaba apuntando a algo más que la simple y pura confirmación del matrimonio cristiano en el orden puramente interno. Está apuntando a una cierta significación jurídica, que tan sólo en Trento, aunque apartándose de la bendición y centrándola en la asistencia del ministro y los testigos, encontrará un externo y definitivo impulso.

Tal significación incoactivamente jurídica de la cobertura litúrgica del consentimiento se acentuará a partir del siglo XIII como evidente consecuencia del ritualismo germánico que confiere al sacerdote presente en el matrimonio el oficio de la publicidad como algo añadido a su tarea sacerdotal, aunque sin llegar a elevar dicha presencia a requisito del matrimonio.

Las vacilaciones para imponer una forma jurídica para la validez del matrimonio -que duraran hasta el siglo XVI- y la consiguiente permanencia de los matrimonios clandestinos como forma válida de celebración traían su causa en un rígido consensualismo que llevó a conclusiones no exactas. El prejuicio partía de un dato universalmente admitido: el consentimiento de las partes constituye la causa eficiente del matrimonio. Y deducía una conclusión inexacta: habiendo consentimiento matrimonial, hay siempre sacramento, salvo caer en la contradicción de afirmar que la Iglesia puede hacer que el sacramento deje de ser tal.

Este perjuicio llevó a que se dilatara la cuestión de la clandestinidad, acentuándose sus inconvenientes: multiplicación de las posibilidades de uniones clandestinas y de estado matrimoniales ilegítimos, agudización de los conflictos de conciencia y radicación del consentimiento sobre situaciones irreflexivas y pasionales, a lo que había que sumar la incertidumbre sobre el estado civil de las personas.

De ahí que en Trento se planteara directamente el problema, disipándose el prejuicio consensualista -no sin arduas discusiones- ante la sólida argumentación de que con la imposición de la forma jurídica de recepción del consentimiento la esencia del sacramento seguía siendo la misma, y mostrando que el poder de la Iglesia en esta cuestión podía equipararse al que tenía para inhabilitar a las personas a través de la imposición de impedimentos o para descalificar un consentimiento real, aunque viciado. Fruto de este razonamiento fue el Decreto Tametsi por el que se hacía inhábiles a los contrayentes para celebrar matrimonio sin la presencia del párroco o de un sacerdote delegado por él y, además, dos o tres testigos. Se declararon así los matrimonios clandestinos nulos para el futuro, aunque se respetaran los celebrados anteriormente.

Sin embargo, si el Tametsi resolvía el problema de fondo de la clandestinidad lo cierto es que propició algunos otros por las específicas características de la disposición. Tales características eran: a) La competencia para asistir al matrimonio era personal y no territorial. Es decir, el testigo cualificado había de ser precisamente el del domicilio de los contrayentes, aun encontrándose en lugar distinto del de su residencia habitual, lo que dificultaba su asistencia, debiendo recurrirse con demasiada frecuencia a la delegación en el sacerdote del lugar donde quería contraerse matrimonio. b) No se establecía la necesidad de una presencia libre y activa del testigo cualificado, lo que propició los llamados «matrimonios por sorpresa» y las posibilidades de coacción sobre los párrocos. c) la vigencia territorial del Tametsi estaba condicionada a la promulgación expresa en cada una de las circunscripciones eclesiásticas, de ahí la existencia de lugares donde el Decreto tenía vigencia (loca tridentina) y, otros, en donde por haber sido promulgado seguían siendo válidos los matrimonios clandestinos (loca non tridentina).

Esas dificultades subsistieron hasta la promulgación del Decreto Ne Temere de 2 de agosto de 1907 y que entró en vigor el 19 de abril de 1908. El nuevo sistema se basaba en los siguientes principios: a) La competencia pasaba a ser territorial, es decir, el testigo cualificado para asistir al matrimonio ya no será el propio de los contrayentes, sino el párroco o el Ordinario del lugar donde de hecho se celebraba el matrimonio, los cuales pueden asistir válidamente dentro de los límites territoriales de su circunscripción al matrimonio de todos aquéllos, súbditos o no, que deseen celebrar el matrimonio dentro de dichos límites. El párroco u Ordinarios propios no podían asistir al matrimonio de sus súbditos sin expresa delegación más que en el supuesto de que se celebrara dentro de los límites de su territorio. b) La presencia del testigo cualificado había de ser activo y libre, es decir, que debería interrogar a los contrayentes acerca de la prestación de su consentimiento y, al mismo tiempo, su presencia no debía ser coaccionada, con lo cual se despojaban de efectos jurídicos para el futuro tanto a los matrimonios «por sorpresa» como los matrimonios bajo coacción del testigo cualificado. c) El Decreto tenía vigencia universal para todos los católicos y en todos los lugares a partir de la fecha de su promulgación, eliminándose definitivamente la clandestinidad de los antiguos lugares tridentinos.

El sistema de Ne Temere fue acogido en lo esencial por el Código de 1917. A su vez, el Código de 1983 seguirá idénticas pautas generales.

3. El sistema del vigente Códex

A) La asistencia del testigo cualificado y de los testigos comunes.

El Código de 1983 decididamente ratifica la conceptuación del matrimonio canónico como acto jurídico formal, además de consensual, exigiendo en su c. 1.108 que, en el momento de su celebración del matrimonio y para su validez, asistan el párroco o el Ordinario del lugar, o un sacerdote o diácono delegado por uno u otro, además de los testigos, con las excepciones que en el propio canon se aluden, y a las que en su momento se hará referencia.

La presencia del testigo cualificado -como ocurría en el sistema del Código de 1917- presentó caracteres distintos o la de los testigos comunes. El primero desempeña un cometido activo, pues el & 2 propio c. 1.108 expresamente exige que debe solicitar de los contrayentes la manifestación externa de su consentimiento matrimonial, recibiéndola en nombre de la Iglesia; la presencia de los segundos no requiere una actividad específica. Por lo demás, tampoco se indica en el c. 1.108 una específica capacidad por parte de los testigos comunes, por lo que debe de entenderse vigente el criterio doctrinal y jurisprudencial de que basta el uso de la razón y la capacidad de percepción sensitiva del matrimonio al que asisten.

Respecto al testigo cualificado, no cabe tampoco duda de que su asistencia, para la validez del matrimonio, ha de ser libre, esto es, no constreñida por coacción, fuerza o miedo. Precisamente en el c. 1.108 se ha suprimido la explícita mención que a esta circunstancia hacia el c. 1.095, 1, 3º, del Códex del 17 por considerarla «superflua».

El ministro sagrado al que por derecho propio (potestad ordinaria) corresponde asistir al matrimonio es el Ordinario del lugar y el párroco. Bajo la denominación de Ordinario del lugar hay que incluir los que especifican los cc. 134 y 368, es decir, los obispos diocesanos, los que presiden, aunque sea interinamente, una Iglesia particular o una comunidad a ella equiparada, como son los Vicarios y Prefectos Apostólicos y los Administradores Apostólicos; así como el Vicario General y el Vicario Episcopal. A su vez, bajo el concepto de párroco -y a estos efectos- hay que incluir también el cuasipárroco (c. 516), el administrador parroquial (c. 540), el vicario parroquial nombrado en caso de ausencia del párroco (c. 549), y a los miembros del llamado «equipo parroquial» (c. 543), si la parroquia ha sido encomendada a un grupo de sacerdotes, de los cuales uno es el moderador, pero no párroco.

Tampoco se aparta el nuevo Códex de la línea que marcó en 1908 el Decreto Ne Temere y que acogió el Código del 17 al instaurarse el territorial como criterio delimitador de la competencia del párroco u Ordinario. Así, el c. 1.109 dispone que el párroco y el Ordinario del lugar asisten válidamente, por razón de su oficio, a los matrimonios celebrados dentro de los límites de su ámbito territorial, también si se trata de no súbditos y, por el contrario, fuera de su territorio no pueden asistir sin delegación a los matrimonios de sus súbditos. Incluso en el supuesto de que dentro de su territorio existiera una jurisdicción personal, pueden válidamente asistir a los matrimonios de los sujetos a tal jurisdicción, ya que, en este caso, la competencia del párroco y Ordinario local sería cumulativa con la personal, salvo expresa concesión de la Santa Sede de exclusividad a la jurisdicción personal.

El c. 1.109 solamente establece dos limitaciones a este criterio general. La primera es que el ejercicio de la facultad de asistir a los matrimonios viene condicionada a que el Ordinario del lugar o el párroco se encuentren en el válido ejercicio de su cargo, de ahí que se excluyan la validez de los matrimonios celebrados ante Ordinario o párroco suspendido en su oficio, excomulgado o puesto en entredicho. La segunda parte es que, por lo menos, uno de los contrayentes ha de pertenecer al rito latino, pues si ambos pertenecen al rito católico oriental se aplicarán las normas específicas de la Iglesia católica oriental.

B) La delegación.

Además del testigo cualificado con potestad ordinaria cabe que asistan válidamente otros con potestad delegada.

En materia de delegación, el Código de 1983 introduce algunas variantes de entidad sobre el régimen de 1917. Por un lado, amplía el ámbito personal de la delegación; por otro, igualmente amplía el régimen de delegaciones generales para el matrimonio.

Respecto al primer extremo, el c. 1.108 faculta para recibir delegación no solamente a otros sacerdotes distintos del párroco del lugar de celebración, sino también a los diáconos; además, el c. 1.112 admite, bajo ciertas condiciones, la delegación en favor de laicos. Ciertamente, la expresa mención de diáconos y laicos supone una novedad respecto del texto del Codex del 17, aunque no lo sea tanto a la vista de las disposiciones generales poscodiciales o a la luz de expresas concesiones particulares otorgadas más recientemente. En efecto, por lo que respecta a los diáconos, primero la Constitución Lumen Gentium (n. 29) y después el Motu proprio Sacrum diaconatus ordinem del 18 de junio de 1967 (n. 24,4) enumeraron entre las funciones de los diáconos la de asistir en nombre de la Iglesia a la celebración del matrimonio y bendecirlo, por delegación del Obispo o párroco.

El supuesto de delegación en favor de laicos, al suponer una clara novedad en el marco del Derecho común, merece mayor atención. En los trabajos preparatorios del nuevo Código, la cuestión se planteó al discutirse, en 1970, la posibilidad de extender a los laicos la facultad de asistir al matrimonio por delegación. Tal posibilidad fue, sin embargo e inicialmente, desechado, aduciéndose que la forma extraordinaria venía a cubrir adecuadamente la necesidad planteada. Sin embargo, la cuestión volvió a plantearse en las sesiones de 17 y 18 de octubre de 1977. En esta ocasión properó la sugerencia, aunque acordándose que se redactara un canon donde expresamente se regulara el tema. La razón definitiva fue la consulta elevada a la Congregación de Sacramentos, que confirmó que desde hacía algunos años la facultad de delegar en laicos la asistencia al matrimonio se había concedido en algunas regiones donde faltaban sacerdotes.

Así, el c. 1.112 del nuevo Códex contempla la delegación a la que venimos refiriéndonos en los siguientes términos:

«1. Donde no haya sacerdotes ni diáconos, el obispo diocesano, con el voto previo favorable de la Conferencia Episcopal, y habiendo obtenido la correspondiente facultad de la Santa Sede, puede delegar en laicos para asistir a los matrimonios.

2. Se debe elegir un laico idóneo, capaz de instruir a los contrayentes y de celebrar con decoro la liturgia matrimonial».

Repárese que la facultad a que se alude en el & 1 sólo puede concederla -siempre que se den los restantes presupuestos- el Obispo diocesano, no cualquier Ordinario, ni tampoco el párroco.

Respecto a la ampliación del régimen de delegaciones para el matrimonio, digamos ante todo que, a diferencia del Códex del 17, que solamente admitía la delegación general en favor de los vicarios cooperadores (a los que la respuesta de la CPIV de 19 de julio de 1970 equiparó los diáconos adscritos de forma estable y legítima a una parroquia), el c. 1.111 del nuevo Códex la admite en favor de cualquier sacerdote o diácono, siempre que -aunque no se especifica- mediante sentencia o decreto no haya sido excomulgado, puesto en entredicho, suspendido o declarado tal.

El propio c. 1.111 concreta que la validez de cualquier delegación -general o especial- viene condicionado a que el delegante la conceda expresamente a persona determinada. Se excluye así la delegación tácita y la interpretativa, aunque parece suficiente que la delegación expresa se conceda de manera implícita. A su vez, la delegación especial debe concederse para un matrimonio determinado, de modo que se especifiquen, al menos, aquellas circunstancias que concurren en el mismo y de las que se deduzca claramente el matrimonio de que se trata. En el caso de la delegación especial no hace falta que se conceda por escrito -a diferencia de lo general, a la que expresamente se exige este requisito-, bastando, por tanto, la simple concesión oral.

Respecto a la subdelegación, poniendo en relación el c. 137 del nuevo Códex con la respuesta de la CPI de 28 de diciembre de 1927, resulta que pueden subdelegar los que tienen delegación general, sin necesidad de especial autorización del primer delegante. Sin embargo, el delegado para matrimonio determinado sólo puede subdelegar su potestad cuando haya expresa autorización del delegante. Las subdelegaciones sucesivas son nulas, salvo en los casos en que expresamente se haya autorizado por el primer delegante.

Por lo demás, como el deber y el derecho de investigar el estado de libertad de los contrayentes incumbe al párroco a quien por derecho corresponde asistir a la celebración del matrimonio, el c. 1.113 exige que dicha investigación se haga antes de conceder la delegación especial. No se exige imperativamente en el caso de delegación general, pues esto supondría una limitación que podrá constreñir de algún modo la facultad general obtenida. No obstante, el c. 1.113 no establece una cláusula invalidante: de ahí que si de hecho la delegación especial se concede sin previa investigación del estado de libertad de los contrayentes, no por eso será nula la delegación otorgada.

Por otra parte, no hay que confundir el deber impuesto por el c. 1.113 con la obligación establecida en el c. 1.114. Aquél determina cuándo el párroco o el Ordinario pueden lícitamente conceder la delegación especial; el c. 1.114 cuando, quien teniendo facultad para asistir (propia o delegada), de hecho, asiste lícitamente. Establecida en el c. 1.066 la obligación general de que antes de celebrado el matrimonio debe constar con certeza que nada se opone a su válida y lícita celebración, el c. 1.114 especifica la ilicitud de la asistencia al mismo sin que conste personalmente al que asiste la libertad de estado de los contrayentes. Sin embargo, en el caso de la delegación general se mitiga la necesidad de obtener -cada vez que la facultad general se actualiza- la licencia del párroco donde de hecho el matrimonio se celebra, precisamente para no hacer excesivamente oneroso el ejercicio de la delegación obtenida. En todo caso, la licencia a que se refiere el c. 1.114 viene condicionada, para su licitud, a que no concurran circunstancias que hagan difícil su petición.

C) La suplencia de la Facultad de asistir al matrimonio.

No siempre acarrea la nulidad del matrimonio el que el ministro sagrado que asiste carezca de potestad propia o delegada para asistir al mismo. Existe en el Derecho canónico una especie de «válvula de seguridad» que impide la nulidad del matrimonio en estos supuestos. Tal expediente técnico es la suplencia de la facultad de asistir al matrimonio, es decir, una derivación al matrimonio de la más amplia figura de la suplencia de jurisdicción, que consiste en que el propio Derecho, mediante una ficción, y dándose unos supuestos, otorga jurisdicción a quien carezca de ella.

Para entender su aplicación al matrimonio en el Código de 1983 conviene hacer una breve referencia a los términos de la cuestión en el Derecho histórico.

Antes de la promulgación del Código de 1917, la doctrina y la jurisprudencia concordaban en que la figura de la suplencia de jurisdicción era aplicable a los supuestos de carencia de jurisdicción ordinaria para asistir al matrimonio. Promulgado el cuerpo legal de 1917, se suscitó por la doctrina la cuestión de si su c. 209, que regulaba la suplencia de jurisdicción en los casos de error común y de duda positiva y probable, era aplicable también al matrimonio, ya que la asistencia al mismo no era estrictamente un acto de la potestad de jurisdicción. La jurisprudencia poscodicial, sin entrar directamente en la discusión doctrinal, siguió la praxis del Derecho antiguo, y en bastantes supuestos de celebración de matrimonios con defectos formales aplicó de hecho el c. 209. Sucesivas declaraciones de la CPI -en especial las de 28 de diciembre de 1927- avalaron este modo de proceder jurisprudencial, al tratar de manera análoga la delegación para asistir al matrimonio y la delegación de jurisdicción, con lo que se reafirmó la aplicación de las disposiciones sobre potestad ordinaria y delegada a la forma del matrimonio. El 26 de marzo de 1952 la CPI aclaró positivamente la duda de si lo prescrito en el c. 209 era aplicable al caso de sacerdote que, careciendo de jurisdicción, asiste al matrimonio.

La jurisprudencia posterior a la respuesta de 1952 sentó las siguientes conclusiones sobre la figura que nos ocupa:

a) Para que opere la suplencia por error común se exige tanto un fundamento o hecho público que induzca al error como que la aplicación de la suplencia redunde en interés general, esto es, que no operará la suplencia en caso de repercutir en interés de un solo matrimonio; exigencia que fue criticada por alguna doctrina, aduciendo que no cabe asimilar la noción de error común a la de bien público, ya que el propio c. 209 no hacía expresa mención a ello.

b) Para que la duda positiva y probable sea causa determinante de la aplicación de la suplencia no basta el error provocado por negligencia, ignorancia o poco celo, sino que exige la existencia de razones no simplemente negativas que apoyen la posibilidad de estar en posesión de la potestad de asistir al matrimonio; razones, por lo demás, que han de ser sólidas, aunque no necesariamente tan firmes que excluyan toda posibilidad de error.

Así las cosas, después de una serie de vacilaciones en el proceso de elaboración del Código de 1983, éste recoge la aplicación al matrimonio de la suplencia de jurisdicción a través de una doble remisión: la primera, del c. 1.108,1 al c. 144; la segunda, del c. 144,2 al c. 1.111,1.

El resultado de esta doble remisión es que en los supuestos de error común de hecho o de derecho, así como en la duda positiva y probable, de derecho o de hecho, la Iglesia suple la facultad de asistir al matrimonio, tanto en el caso de defecto de potestad ordinaria como en el de potestad delegada, salvo en el supuesto de que el testigo cualificado sea un laico que actúe en las circunstancias contempladas en el c. 1.112.

La primera hipótesis en que opera la suplencia es en caso de error común acerca de la potestad que el testigo cualificado detenta para asistir al matrimonio. La interpretación más satisfactoria, tanto a la luz de la ratio del vigente Código como en sus derivaciones doctrinales, es la de entender que para apreciar si se da error común basta comprobar tres cosas: que faltaba competencia en el ministro sagrado, que se dio un hecho público y notorio que parece atribuir competencia al que carecía de ella, y que este hecho fue de suyo un acto apto para inducir al error. A este respecto hay que tener en cuenta que el convencimiento de que el ministro sagrado posee competencia no nace sólo de un expreso enjuiciamiento del supuesto, sino que, como tantas veces acontece, el convencimiento procede de otros factores, principalmente de la ignorancia. Y así, cuando un sacerdote se presenta revestido en la Iglesia para asistir a un matrimonio, la generalidad de los asistentes juzga -la tenga o no- que posee competencia para asistir. De lo que se sigue que en circunstancias normales de celebración de un matrimonio -en la iglesia, habiendo mediado proclamas y expediente matrimonial- siempre ha lugar a la suplencia, tanto porque se da un error común de hecho -el que el sacerdote salga revestido y dispuesto a asistir al matrimonio, es un hecho capaz de inducir a error-, como de derecho, porque la mayoría de los asistentes pensará que posee facultad de asistencia. Sólo en un matrimonio secreto o celebrado ante pocos testigos y fuera de la Iglesia cabe pensar en una ausencia de suplencia de la facultad de asistir.

En otro orden de cosas, el error común puede versar no sólo acerca de la competencia material, sino también acerca de la competencia territorial. Es decir, el error puede versar acerca de si un determinado lugar pertenece o no al territorio de la parroquia, en cuyo caso el error afecta tanto a quien posee competencia para asistir al matrimonio por razón de su oficio, como al que posee esta competencia por delegación.

Si el caso del error común se refiere al desconocimiento de los que los destinatarios de la función tienen sobre la incompetencia del ministro asistente, la segunda hipótesis en que opera la suplencia es aquel supuesto -duda positiva y probable- en que es el propio ministro asistente el que no conoce con seguridad si es competente o no para celebrar el matrimonio. En virtud del c. 144 podrá asistir a ese matrimonio siempre que su duda sea positiva y probable. Por duda positiva se entiende la que va acompañada de argumentos que dan pie para sostener que se posee facultad de asistencia. La probabilidad de la duda hace referencia a que dichos argumentos han de ser sólidos. Sin embargo -y como observa GONZÁLEZ DEL VALLE-, no porque el supuesto de hecho de duda positiva y probable no se dé, el matrimonio es nulo, ya que normalmente entrará en juego la hipótesis de error común (V. forma canónica del matrimonio; forma extraordinaria del matrimonio canónico).


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