Enciclopedia jurídica

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Matrimonio: principios de nulidad

Derecho Canónico Matrimonial

A) Reducción de todas las causas de nulidad matrimonial a «defecto» o «vicio» de la voluntad negocial matrimonial.

1. Todo el ordenamiento matrimonial canónico está inspirado en el «principio» de que la voluntad negocial de ambos contrayentes es la «causa» (no mera condición «sine qua non») «única» (no mera concausa) «no sustituible» (vgr., por el ordenamiento jurídico) de la existencia (no de la esencia) de cada matrimonio concreto.

Este papel de voluntad negocial es más relevante en el campo canónico que en el campo civil, porque en el campo canónico está relacionado con el fin trascendente de la «salus animarum», negocio en el que la voluntad tiene más participación que en ningún otro negocio.

2. La razón por la cual la voluntad negocial privada puede por sí misma y no por concesión del derecho positivo producir efectos jurídicos, que son norma objetiva obligatoria para todos los miembros de la relación jurídica, es la preexistencia en cada persona de un derecho/obligación natural al uso de los bienes humanos que le sean necesarios para su propia perfección, a la que está ontológicamente ordenada, y por lo tanto, la preexistencia de un derecho/obligación natural a la realización de aquellos actos con los que pueda obtener jurídicamente o inviolablemente esos bienes.

Con esta tesis, pues, de la causalidad eficiente de la voluntad negocial, la legislación canónica reconoce implícitamente la existencia en la persona humana del derecho natural del matrimonio.

3. La absoluta insustituibilidad de la voluntad negocial en el nacimiento del matrimonio concreto obedece a la voluntad de Dios, que ha querido que nadie que en ello no consienta quede sometido a las graves consecuencias del estado matrimonial.

4. No es de extrañar, por tanto, que:

a) Todos los impedimentos dirimentes, propios o impropios, que contempla el Derecho sustantivo matrimonial canónico se reduzcan a un defecto o a un vicio del consentimiento matrimonial entendido como acto jurídico bilateral (no necesariamente contractual) constituido por la voluntad negocial de ambos contrayentes tal cual en una de mis publicaciones demostré.

b) Todo el ordenamiento procesal canónico relativo a las causas de nulidad matrimonial está orientado a investigar, en cada caso, si en el momento en el que había de quedar constituido el matrimonio existió en alguno de los contrayentes un defecto o un vicio de esa voluntad negocial.

5. En relación con este tema, juega un importante papel procesal, en las causas de nulidad matrimonial por «simulación», el principio de derecho sustantivo establecido en el c. 1.101, par. 1, sobre la presunta conformidad de la voluntad declarada con la voluntad interna.

La voluntad negocial es, por su propia naturaleza, interna, pero tiene que ser, por exigencias del orden público, manifestada: ni la voluntad que no se manifieste ni la manifestación, a la que no corresponda la voluntad interna, son capaces de dar vida a un matrimonio concreto.

La manifestación de una voluntad interna inexistente en tanto sería capaz de poner en existencia un matrimonio concreto en cuanto que el ordenamiento jurídico vinculara el efecto del matrimonio a dicha declaración o manifestación, pero esto repugna a ese dogma de la causalidad única e insustituible del consentimiento matrimonial.

Nada de esto es obstáculo, sin embargo, para que el citado c. 1.101, par. 1, partiendo precisamente del supuesto de que la declaración externa de una voluntad negocial interna suele tener por contenido esa voluntad negocial, disponga que, mientras con certeza no conste lo contrario, se presuma en el fuero externo que el contrayente, que externamente declara tener verdadera voluntad negocial interna, tiene en realidad esa verdadera voluntad negocial interna única productora del matrimonio.

La razón última de esta presunción es la de salvaguardar en el fuero externo la certeza de la relación jurídica.

Pero la posibilidad legal de tratar de demostrar, en cada caso, que a la declaración externa no ha correspondido una voluntad negocial interna, obedece al temor de que esa relación jurídica sea solamente aparente por faltar la mencionada voluntad negocial interna y en consecuencia obedece a la necesidad de no cerrar la puerta a cualquier averiguación de la falta de esa voluntad negocial interna.

B) Preferencia por la verdad/justicia sobre la certeza.

1. G. B. VICO contrapuso el derecho «cierto» al derecho «verdadero», e identificó el «cierto» con el derecho positivo tomado en su exclusiva positividad, y el «verdadero» con el derecho natural considerado en su pura idea meta, histórica.

En teoría, el derecho positivo, sobre todo si es procesal, tiene necesidad, como condición indispensable del orden social al que está orientado, de que las relaciones jurídicas sean ciertas, y a la vez ese derecho positivo está incapacitado para adecuarse plenamente a la verdad y al justicia; esta incapacidad se traduce en la imposibilidad de que el legislador evite de sus leyes todas las injusticias (la ley positiva se ve obligada, a veces, a ser inicua con algunos, precisamente, para poder ser equitativa con todos) y en la imposibilidad de que la sentencia judicial tenga seguridad de ser plenamente justa.

En teoría, el derecho natural propiamente dicho -no precisamente el derecho naturalizado, que es derecho positivo- coincide con la verdad y con la justicia.

Pero en la realidad histórica, la certeza suele andar mezclada con la verdad y con la justicia, así como la verdad y la justicia suelen andar mezcladas con la certeza, de modo que aquello que con certeza se tenga por verdadero y justo suela con frecuencia ser verdadero y justo, y de modo que lo que es verdadero y justo suela con frecuencia conocerse con certeza como verdadero y justo.

Es por ello un tanto exagerado afirmar que el derecho positivo carece de toda verdad y de toda justicia, y que el derecho natural carece de toda certeza; será más exacto afirmar que el derecho positivo es en general más cierto que verdadero y que el derecho natural es, en general, más verdadero que cierto o, si se prefiere, que en el derecho positivo la verdad reposa sobre la certeza y que en el derecho natural, la certeza descansa sobre la verdad.

2. En todo caso, la legislación canónica procesal, relativa a las causas de nulidad matrimonial, se esfuerza, tanto en sus normas que contienen principios de derecho natural como en sus normas que son puro derecho positivo, por no exponer la certeza de la relación jurídica a peligros que no estén absolutamente exigidos por la exploración de la verdad y de la justicia, y por no imponerle a la exploración de la verdad y de la justicia mayores sacrificios de los que sean rigurosamente necesarios para garantizar ese mínimo de certeza que es condición indispensable del orden social.

3. Para adquirir y para mantener esa certeza en la relación jurídica es, a veces, necesario que se ponga fin a la sucesión interminable de pleitos sobre un asunto que crearía incertidumbre, inseguridades, en esas relaciones y, por lo tanto, desorden en la convivencia social.

Entonces la ley puede acceder a estas exigencias y decidir que la justicia abstracta se subordine a la certeza o, lo que viene a ser lo mismo, a la justicia concreta: la justicia abstracta, por no tomar en cuenta todos los datos de la situación, entre los que están los derechos de la sociedad al orden, pediría que se siga proceso tras proceso persiguiendo sin descanso la verdad, y la justicia concreta, por atender a todos esos datos, pide que se ponga fin a tanto litigio.

Esto lo hace la ley a través, por ejemplo, de institutos jurídicos, como el de la prescripción y el de la cosa juzgada:

a) En el instituto jurídico de la «prescripción», la ley ordena que la justicia abstracta, que reclamaría el empleo de todos los medios posibles hasta dar con el verdadero dueño de un bien determinado aunque sea con grave quebranto de la certeza y del orden social, renuncie a sus pretensiones de modo que pueda adjudicarse el bien en cuestión a quien por un tiempo ha perseverado en la posesión del mismo.

b) Mediante el instituto jurídico de la «cosa juzgada» la ley sale por los fueros de la certeza, que la sentencia firme ha creado, y de los derechos, que esa sentencia ha conseguido, como es el derecho a entrar en posesión de un bien, que la sentencia adjudicó, mediante la ejecución definitiva de esa misma sentencia; para ello la ley, sin descartar la posibilidad de que el fallo dado esté equivocado, declara incuestionable en el fuero externo el bien afirmado/negado por ese fallo firme y prohíbe que tal bien sea de nuevo discutido en procesos ordinarios de apelación que pondrían en entredicho aquella certeza e impedirían aquella ejecución definitiva y por lo tanto la entrada en posesión de aquel bien.

4. Otras veces el legislador eclesiástico parece adoptar una postura híbrida, que se mueve con difíciles equilibrios entre la certeza y la verdad/justicia, disponiendo por una parte que algunas causas no pasen a «cosa juzgada» y atribuyendo por otra parte a las sentencias firmes recaídas en esas causas los efectos principales propios de las sentencias que hubieran adquirido la condición de «cosa juzgada» como, además de su firmeza, su ejecutoriedad definitiva, su prácticamente imposible apelabilidad, etc.

Esto ocurre en las causas de estado de las personas, como las de nulidad matrimonial, que no pasan a «cosa juzgada» nunca (c. 1.643), ni siquiera cuando hubieren sido sustanciadas por varias sentencias entre sí conformes afirmativas o negativas, y que pueden ser sometidas a nuevo examen cuantas veces existan determinados requisitos (c. 1.644, par. 1, y c. 1.989), pero sin la interposición de este recurso de nuevo examen de la causa suspenda, como norma general, la ejecución definitiva de la sentencia firme (c. 1.644).

5. Vamos a ver cómo el legislador eclesiástico aplica esta normativa a las sentencias afirmativas de nulidad matrimonial distinguiendo dos hipótesis: la de la sentencia que por primera vez declare nulo el matrimonio y la de la sentencia que además de ser la que por primera vez ha declarado nulo el matrimonio ha sido dada en primera instancia:

a) En cuanto a la sentencia que por primera vez declara nulo el matrimonio -lo cual puede ocurrir en cualquier instancia y no necesariamente en sólo la primera instancia- la legislación ordena que dicha sentencia sea sometida a nuevo examen, y para ello no sólo no exige requisito alguno, sino que además arbitra el mecanismo consistente en que el tribunal inmediatamente superior (c. 1.682, par. 2), que evidentemente será el de segunda o el de tercera instancia, etc., según que la sentencia la hubiera dado el tribunal de primera o respectivamente de segunda instancia, etc.

Con esto se impide automáticamente que la sentencia afirmativa se convierta en firme y en ejecutoria y se muestran preferencias por proseguir en la averiguación de la verdad sobre el detenerse en la posesión del estado de certeza.

b) En cuanto a la sentencia que, además de haber declarado por primera vez la nulidad del matrimonio, hubiera sido dada en primera instancia, la legislación faculta al tribunal de segunda instancia para que, «suppositis supponendis», confirme, sin previo proceso nuevo, por decreto decisorio y definitivo, esa sentencia (c. 1.682, par. 2) -con lo que parecen mitigarse las tendencias a proseguir en la averiguación rigurosa de la verdad-, aunque también faculta a ese tribunal de segunda instancia para que, «suppositis supponendis», deje de confirmar por decreto esa sentencia sometiendo en su lugar la causa a proceso ordinario de apelación (c. 1.682, par. 2), con lo cual parecen acentuarse aquellas tendencias a proseguir la averiguación rigurosa de la verdad.

c) En cuanto a una y/o a otra sentencia, la legislación les autoriza a las partes a contraer nuevo matrimonio una vez que o la sentencia afirmativa de primera instancia hubiere sido confirmada por decreto en segunda instancia o la sentencia afirmativa de primera instancia, de segunda instancia, de tercera instancia, etc., hubiere sido confirmada por sentencia en segunda instancia, en tercera instancia, en cuarta instancia, etc. Esta facultad de las partes no impide el que la acusa pueda ser sometida a nuevo examen, como someter la causa a nuevo examen no impide el que las partes puedan hacer uso de esa facultad (c. 1.685).

Con todo esto se trata de conjugar el interés por la defensa de los derechos adquiridos con la firmeza y con la ejecución de la decisión judicial afirmativa (permitiendo el paso a nuevo matrimonio y no permitiendo sin ciertos requisitos la presentación de un nuevo examen de la causa) y el interés por la investigación sucesiva de la verdad (permitiendo, aunque bajo condición, la presentación de un nuevo examen de la causa con posterioridad al hecho de que alguna de las partes hubiere contraído con otras personas nuevo matrimonio).

Sopesados los «pro» y los «contra» hubiera preferido que la acción procesal, encaminada a someter la causa a nuevo examen, prescribiera una vez que alguna de las partes, haciendo uso del derecho que el doble fallo afirmativo les concedió, hubiera contraído nuevo matrimonio e incluso una vez que hubiere transcurrido mucho tiempo desde que dicho fallo se ejecutó y aún cuando las partes no hubieren hecho uso de esa ejecución pasando a un nuevo matrimonio.

C) Prevalencia de la tendencia a buscar la verdad/justicia sobre la tendencia a defender el vínculo matrimonial.

1. No quiere esto decir que la defensa de lo primero sea incompatible con la defensa de lo segundo y que la defensa de lo segundo sea incompatible con la defensa de lo primero.

Lo que quiere decir es que la legislación canónica en tanto defiende el vínculo matrimonial en cuanto dicha defensa esté exigida por la verdad y por la justicia.

2. Que la Iglesia tiene interés en defender el vínculo matrimonial es evidente. Buena prueba de ello son:

a) El clásico «favor juris» (c. 1.060), aunque, como luego explicaré, no debe exagerarse en pro del vínculo este principio, que propiamente es un principio de derecho sustantivo y no de Derecho Procesal.

b) La constitución del oficio estable del defensor del vínculo (c. 1.430), que también debe ser interpretado correctamente.

c) La prohibición de utilizar en las causas de nulidad matrimonial el proceso contencioso oral (c. 1.690) porque sin duda se estima que no ofrece las mismas garantías de acierto en la defensa del vínculo que el proceso contencioso ordinario.

d) La expuesta obligación que tiene el tribunal, que dictó la primera sentencia afirmativa, de transmitir de oficio los autos de la causa al tribunal de superior instancia.

3. Pero la Iglesia tiene mayor interés, si cabe, en la defensa de la verdad y de la justicia que en la defensa del vínculo matrimonial. Esto se desprende, por ejemplo, de:

a) El amplio reconocimiento del derecho a acusar de nulidad el matrimonio (c. 1.674, par. 1,2).

b) El recto alcance del citado «favor juris» que ordena que en el fuero externo se tenga por ciertamente válido el matrimonio solamente en tanto en cuanto que en el fuero externo no conste con certeza la nulidad del mismo matrimonio; por eso el juez eclesiástico (que es defensor no del vínculo, sino de la verdad y de la justicia, que lo mismo que piden que no se declare nulo el matrimonio cuya nulidad no conste con certeza, piden que se declare nulo el matrimonio cuya nulidad conste con certeza) no puede en modo alguno echar mano de este «favor juris»:

- Ni durante la instructoria del proceso (vgr., para orientar las pruebas hacia la defensa del vínculo).

- Ni durante el estudio del sumario (vgr., para aceptar de las pruebas sólo aquello que favorezca al vínculo).

- Ni al dar cualquier sentencia, sino únicamente al dar aquella sentencia a la que se ha llegado sin haber conseguido el convencimiento cierto de que el matrimonio es nulo.

No puede ser acusada de doble juego la legislación eclesiástica porque, por una parte, en la duda sobre si el matrimonio ya celebrado es o no nulo les impide a los cónyuges pasar a un nuevo matrimonio y, por otra parte, en la duda acerca de si el matrimonio que se proyecta será o no será nulo (vgr., porque se duda de si alguno de los contrayentes padece o no padece impotencia «coeundi»: c., 1084, par. 2) ordena que no se impida la celebración del matrimonio; debería, más bien, ser acusada de contradecirse a sí misma, si una vez que permitió, en esta duda, la celebración del matrimonio, les permitiera a los cónyuges, persistiendo esa duda, desentenderse de ese mismo matrimonio para contraer un nuevo matrimonio.

La prescripción de que el defensor del vínculo defienda el vínculo solamente «rationabiliter» (c. 1.432), es decir, auxiliando al juez en la averiguación de la verdad con argumentos objetivos favorables al vínculo; el defensor del vínculo no tiene la misión de trabajar «pro rei veritate», sino «pro vínculo», pero únicamente dentro de los cauces del «pro rei veritate», o cuando menos, no «contra rei veritatem».

La prohibición, basada en la necesidad de evitar los condicionamientos psicológicos que pudieran predisponer al juez en contra de la verdad y de la justicia, de que el que ha sido defensor del vínculo en una instancia de una causa, sea juez en otra instancia de la misma causa (c. 1.447).

La amplitud de facultades que se le conceden al juez para introducir de oficio pruebas, aunque sean desfavorables al vínculo, cuando prevé que de no ser introducidas en el sumario, la sentencia habría de ser injusta (c. 1.452, par. 2; 1600, par. 1, 3; 1609, par. 5).

La serie de impugnaciones sucesivas previstas contra las sentencias, aunque sean sentencias favorables al vínculo.

La posibilidad de admitir, en grado de apelación, un nuevo capítulo de nulidad matrimonial (c. 1.683).

4. Esta actitud de la Iglesia debiera convencernos de que la defensa del vínculo matrimonial no puede pretenderse con una severidad procesal superior a la requerida por la verdad y por la justicia; severidad procesal que puede consistir en exigir para declarar nulo el matrimonio una certeza, imposible, no turbada ni siquiera por las vacilaciones que producen los argumentos, no disipables, que demuestran con una solidez inferior a la de la probabilidad razonable que el matrimonio es válido.

D) Respeto a la personalidad de los contendientes.

1. El juez eclesiástico, que dicta una sentencia afirmativa o negativa de nulidad matrimonial, hace justicia porque de acuerdo con lo actuado/probado y con el derecho objetivo, que es orden de justicia y que se traduce en la norma jurídica, le da lo que es «suyo» a cada uno (al demandante, al demandado, al bien público, etc.).

La sentencia es obligatoria para los contendientes en la materia definida por ella (c. 1.613), precisamente porque se presume que la misma es una determinación autorizada de lo que es «justo».

2. Los contendientes, que acatan la sentencia, cumplen con los imperativos de la justicia entendida como principio objetivo de orden social y, si además la acatan con la intención interna de realizar con ello lo que es justo, cumplen también con los imperativos de la justicia entendida como virtud moral que hace más justo a quien la cumple.

Existe una clara distinción entre la justicia/orden social y la justicia/virtud moral; la justicia/orden social puede cumplirse sin voluntad de cumplirla; este cumplimiento, no realizado con esa voluntad, es un acto justo, aunque no sea un acto virtuoso de justicia y, por lo tanto, no haga más justo a su autor; la justicia/virtud moral no puede cumplirse sin voluntad de cumplirla o, lo que es lo mismo, sin voluntad de darle a cada uno lo suyo y sin que con su cumplimiento quede más perfeccionado en la línea de la justicia de su autor: ocurre con esta virtud de la justicia lo que ocurre con otras virtudes como, por ejemplo, el amor: un acto de amor o se hace con intención de amar o no es acto de amor (hablar de un acto de amor realizado sin intención de amar es un absurdo psicológico) y una vez hecho con esa intención, no puede menos de hacer más perfecto en el amor a quien lo hace; exactamente lo mismo podríamos decir de otras virtudes morales, como la fortaleza, etc.

3. Pero ocurre que las leyes de la Iglesia -y también la ley especial en la que consiste la sentencia judicial- están orientadas a la realización de la justicia/orden social y, por ello, no parecen requerir necesariamente en sus destinatarios la intención interna de cumplirlas, o, lo que es lo mismo, la adhesión interna a no ser en aquellos actos cuyo valor sustancial en el orden externo arranca de esa adhesión interna como ocurre, por ejemplo, en el consentimiento matrimonial; fuera de estos casos, parece requerir sólo aquella adhesión externa que baste para no dificultar o, si se prefiere, que sea necesaria para favorecer la vida externa de la comunidad (precisamente los únicos deberes que pueden ser materia apta de las normas jurídicas son aquellos que pueden tener valor aunque no se cumplan con intención de cumplirlos).

No quiere esto decir que el Derecho Eclesiástico, o mejor, que quien utiliza este derecho, no pueda y no deba proponerse como meta el conseguir que el que cumple la justicia, se mejore con ese cumplimiento a través de su intención de hacer justicia.

4. El juez eclesiástico, con su sentencia, actualiza no sólo el fin, que es secundario, del derecho objetivo consistente en resolver los conflictos, sino también el fin, que es primordial, de ese mismo derecho objetivo consistente en darle a cada uno lo suyo.

Y como «lo suyo» de cada uno es, además de «sus» cosas, «su» dignidad de persona humana, el juez eclesiástico con su sentencia, actualiza el fin del derecho objetivo consistente en respetar, proteger, promover, etc., la dignidad de personas humanas de los contendientes. Ahora bien, esta dignidad de persona humana, cuyo respeto y protección y promoción deben ser función de toda actividad legislativa y judicial y ejecutiva tanto civil como eclesiástica que se precie de ser «justa», no existe en la realidad sin un contenido concreto constituido por valores que son derechos, etc., en parte fundamentales y por lo mismo irrenunciables, y en parte no fundamentales y por lo mismo renunciables, así como en parte invariables y en parte variables en conformidad con la diversidad de los tiempos, de los lugares, de las culturas, etc. Estos valores dicen relación, unos más y otros menos, a las notas constitutivas de la dignidad de la persona humana: la racionalidad, la libertad, la sociabilidad (en la que está incluida la relacionalidad o el ser para otros, con la que hoy se define también a la persona humana, y con la que se llega a la complementariedad ontológica de la misma persona humana); esta complementariedad lleva a la superación del aislamiento, del egoísmo, de la arbitrariedad, etc., y por lo mismo es el comienzo del amor natural de modo que pueda decirse que la capacidad de amar y de ser amado acaso sea otra de las notas constitutivas de la dignidad de la persona humana; resulta así que la relacionalidad (incluida en la sociedad y conducente a la complementariedad) es el fundamento óntico tanto de la justicia social/principio objetivo de la convivencia cuanto del amor natural/principio objetivo también de esa convivencia, llegamos de este modo a lo que expresó Cicerón: «Natura propensi sumus ad diligendos homines, quod fundamentum juris est» (De legibus, I, 13,35); por otra parte, la justicia/virtud general (que ordena al bien común todos los actos de cada miembro de la sociedad aunque sean objeto inmediato de otras virtudes como la prudencia, etc.) abarca también el amor natural, ya que en el ámbito de toda sociedad bien ordenada, el amor recíproco de los miembros es un deber incluso de justicia social, y el amor natural/virtud general incluye la justicia en cuanto ese amor obliga a que se ame a los demás, y no podría amarse a los demás si no se les reconoce a los demás su dignidad de persona y, por lo tanto, si no se les da a los demás lo que más que nada es «suyo», porque es lo que más les es debido en justicia (desde luego que antes de que a uno se le pretenda dar por amor lo que es suyo, debe dársele a cada uno por justicia lo que es suyo); de todo esto se sigue que darle a cada uno lo suyo comprende el reconocer el reconocer y proteger y promocionar en cada uno también su socialidad y su complementariedad y su capacidad tanto de amar como de recibir amor, por lo que el derecho objetivo, la ley positiva, la sentencia judicial, etc., deben tender a producir no sólo el intercambio entre lo «mío» y lo «tuyo», que a veces conllevará la separación de lo «mío» y lo «tuyo», sino también la comunión entre el «yo» y el «tú».

5. Pues bien, en la institución matrimonial se realizan de un modo preeminente estas notas características de la dignidad de la persona humana porque esa institución es la institución más plenamente personal de todas las instituciones de derecho natural, ya que sus estructuras están formadas por las personas mismas de los cónyuges y uno de sus fines esenciales es el perfeccionamiento integral de esas mismas personas, perfeccionamiento que cada una de ellas se propone conseguir con la donación amorosa que de sí mismas se hacen la una a la otra en el momento constitutivo de su matrimonio y que la una y la otra tienen que ir renovando en el desarrollo de su convivencia conyugal mediante actos recíprocos de amor imperados por la justicia social, que es como decir por la ley fundamental de la misma institución matrimonial.

No es, pues, de extrañar, que el derecho a contraer matrimonio y el derecho a vivir dentro del matrimonio sean unos de aquellos derechos en los que se concreta la dignidad de la persona humana y en los que la legislación positiva encuentra un límite sin menoscabo de las atribuciones de esa legislación a ponerle condicionamientos (vgr., los llamados impedimentos matrimoniales) al ejercicio de ese derecho.

6. Pero al respecto y protección y promoción de ese derecho contribuyen de alguna manera no sólo la sentencia eclesiástica negativa de nulidad matrimonial (en cuanto que la misma les impide a los cónyuges el romper legalmente un vínculo declarado no nulo en el que quedó como agotado, por mientras dicho vínculo perdure, su derecho a casarse válidamente), sino también la sentencia eclesiástica afirmativa de nulidad matrimonial (en cuanto que la misma libera legalmente a los seudocónyuges de las trabas legales que les impedían traducir aquel su derecho en la celebración de un válido matrimonio).

7. Consecuencia de ese derecho natural a contraer un matrimonio válido son otros derechos de los cónyuges, como el derecho a acusar de nulidad su matrimonio, el derecho a defender esta acusación con pruebas, recursos procesales, etc., un derecho este último tan importante que su conculcación conlleva la inexistencia de la sentencia en cuanto acto jurídico público o, como prefiere el c. 1.620, par. 7, la nulidad insanable de la sentencia.

8. A los derechos que corresponden a la dignidad natural de la persona humana deben añadirse los derechos que radican en la dignidad sobrenatural de la persona humana cristiana. Uno de estos derechos es el derecho de cada persona a obtener su «salus animae»; la «salus animae» es algo propio de cada persona porque es algo que constituye el fin inmediato sobrenatural de cada persona; pero este carácter personal no le dispensa a la Iglesia/sociedad de su obligación de contribuir con su actividad (sacramental, legislativa, judicial, etc.) a que cada persona realice su fin personal de la «salus animarum», y a ello contribuye con esa actividad la Iglesia/sociedad cumpliendo su fin inmediato que es el bien común.

E) Ordenación de la actividad judicial eclesiástica al bien común.

1. Prescindiendo de ulteriores disquisiciones, puede decirse que el bien común de la Iglesia/sociedad consiste, en su sentido propio, en la ordenación de los medios de santificación (como son los sacramentos) para que sirvan a la «salus animarum» y en la ordenación de la actividad de sus miembros en el sentido de:

a) Si es perjudicial para la «salus animarum», impedirla en cuanto sea posible.

b) Si es beneficiosa para la «salus animarum», estimularla y coordinar la de los unos con la de los otros para que cada uno colabore con los otros en la producción, según sus posibilidades, y en la participación, según sus necesidades, de bienes comunes necesarios o útiles para la «salus animarum».

2. El conjunto de esos medios de santificación y de esas actividades y de esos bienes comunes, que sean necesarios para que cada uno pueda conseguir su «salus animae», son debidos a cada uno en justicia y, en consecuencia, la ordenación de todo ello para que sirva a esa «salus animarum» también es debido en justicia.

3. Dentro de esos medios de santificación, de esas actividades, de esos bienes entran el sacramento del matrimonio, los poderes de la Iglesia relativos a este mismo sacramento, como es el poder judicial ordenado a remover lo que impida el que dicho sacramento contribuya a la «salus animarum» y, por lo tanto, el poder judicial que resuelve autoritariamente si un matrimonio es o no es nulo.

4. La ordenación de todo lo expuesto la lleva a cabo la Iglesia/sociedad en su fuero externo y a través de su derecho humano: es humano este derecho porque se ejerce sobre actos entitativamente naturales y porque produce inmediatamente frutos externos que en sí son naturales aunque sirvan para obtener frutos sobrenaturales.


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