Enciclopedia jurídica

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Responsabilidad patrimonial

[DCiv] Principio por el cual los bienes presentes y fiituros del deudor quedan sujetos al cumplimiento de sus obligaciones. Es consecuencia lógica de la estructura de las obligaciones, el débito y la responsabilidad. Nunca abarca dicha responsabilidad los derechos personalismos o bienes que carezcan de valor económico.
CC, art. 1.911.

Derecho Administrativo

Las bases constitucionales en que se asienta esta institución son el art. 9.3 -«La Constitución garantiza [...] la responsabilidad [...] de los poderes públicos»-, el art. 106.2 -«Los particulares, en los términos establecidos por la ley, tendrán derecho a ser indemnizados por toda lesión que sufran en cualquiera de sus bienes y derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos»- y el 149.1.18.ª -«El Estado tiene competencia exclusiva sobre las siguientes materias: [...] y el sistema de responsabilidad de todas las Administraciones Públicas»-. En consonancia con este último precepto la regulación de esta materia, respecto de todas las Administraciones, corresponde plena y exclusivamente al legislador estatal, que da cumplimiento a este mandato constitucional a través del Título X (arts. 139 a 146) de la LAP.

Los artículos 139 a 146 LAP, congruentemente con el art. 106.2 C.E., conciben la responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas de un modo radicalmente diferente a como el C.C. configura la responsabilidad extracontractual de los particulares, pues mientras en este caso es necesaria la presencia de un elemento subjetivo -culpa o negligencia- la responsabilidad de la Administración se caracteriza como objetiva, esto es, nace de la producción de un daño que no hay deber jurídico de soportar, inclusive cuando la Administración causante haya desarrollado su actividad con la mayor diligencia. Debido a esta diferencia y a que los órdenes jurisdiccionales competentes para conocer de una y de otra responsabilidad son distintos la construcción de sus perfiles propios ha seguido caminos paralelos.

Veamos someramente los presupuestos de la responsabilidad de la Administración haciendo especial hincapié en aquellos aspectos que últimamente han conocido alguna evolución en su planteamiento. El primer presupuesto es la existencia de un daño que, según el art. 139.2, debe ser «efectivo, evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas». Rápidamente hay que decir no cualquier daño que cumpla esas notas es resarcible. Es necesario, además, que sea una lesión antijurídica, esto es, que el que la sufre no tenga el deber de soportarla. Ahora bien, y ésta es una de las cuestiones menos claras y, a la vez más cruciales para atajar la extensión abusiva que últimamente se está dando a la garantía que supone la responsabilidad patrimonial de la Administración, ¿ cuándo una lesión es antijurídica? Lo es, en todo caso, cuando una ley imponga al particular la obligación de soportar el daño. Pero también cuando los daños sean concreción de las cargas generales que afectan de un modo abstracto a todos los ciudadanos. Así, tanto el Consejo de Estado como el T.S. acuden a menudo a esta técnica para excluir la responsabilidad de la Administración. Son ejemplos clásicos de cargas generales «los efectos inherentes o propios de la terapia establecida para la curación del paciente» (Dictamen 21 noviembre 1996) o «las molestias ocasionadas durante la ejecución de una obra pública» (Dictamen 20 julio 1995).

El segundo es la imputación de la lesión a la Administración. Como la Administración es una persona jurídica, el criterio básico de imputación es que el autor material del daño esté integrado en la organización administrativa. Lo que algún autor cuestiona es su extensión, esto es, si abarca o no a los contratistas y concesionarios. Por lo demás, el término «Administración» debe entenderse en su sentido más amplio y, por tanto, comprendiendo la responsabilidad del Estado legislador y de la Administración de Justicia. Esta última tiene su régimen jurídico propio. En materia de responsabilidad patrimonial del Estado legislador, instituto jurídico que hay que referir exclusivamente a los supuestos en que la norma de rango legal no tenga carácter expropiatorio, esto es, no suponga una privación singular de un derecho sino una delimitación general del mismo que afecte negativamente a todos sus titulares, el art. 139.3 -«Las Administraciones Públicas indemnizarán a los particulares por la aplicación de actos legislativos de naturaleza no expropiatoria de derechos y que estos no tengan el deber jurídico de soportar, cuando así se establezca en los propios actos legislativos y en los términos que especifiquen dichos actos»- consagra una regulación «que, sin ser constitucionalmente criticable desde la perspectiva del art. 33.3, sí es merecedora de reproche en cuanto ignora el principio de protección de la confianza legítima.». (GARCÍA DE ENTERRÍA).

Detengámonos un poco en este tema. La polémica jurisprudencia del T.S. elaborada en relación con la jubilación anticipada de funcionarios públicos establecida por las leyes reguladoras de sus respectivos estatutos, iniciada mediante sentencia del Pleno de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de 30 noviembre 1992 (RJ 1992769), seguida poco después por la de 1 diciembre 1992 (RJ 1993069), y más adelante por otras muchas, aunque no aplica el 139.3 LAP porque los hechos de autos se producen con anterioridad a la entrada en vigor de esa Ley, sí acoge su misma solución.

Ahora bien, con posterioridad, el T.S. ha modulado su jurisprudencia dando entrada al principio de protección de la confianza legítima. Así la Sentencia de 5 marzo 1993 (RJ 1993623) de Sala Tercera, cuya doctrina ha sido seguida por la de 27 junio 1994 (RJ 1994981), aun reconociendo que la eliminación de los cupos de pesca exentos de derechos arancelarios derivado del Tratado de Adhesión a la Comunidad Europea podía considerarse producido «incluso, y más propiamente, como consecuencia de las determinaciones del poder legislativo», reconoció en el caso allí enjuiciado la existencia de responsabilidad patrimonial del Estado, por apreciar que los particulares perjudicados habían efectuado fuertes inversiones -que se vieron frustradas- fundados en la confianza generada por medidas de fomento del Gobierno, que a ello estimulaban, plasmadas en disposiciones muy próximas en el tiempo al momento en que se produjo la supresión de los cupos, de tal suerte que existió un sacrificio particular de derechos o al menos de intereses patrimoniales legítimos, en contra del principio de buena fe que debe regir las relaciones de la Administración con los particulares, de la seguridad jurídica y del equilibrio de prestaciones que debe presidir las relaciones económicas.

También encontramos pronunciamientos del T.S., asimismo referidos a daños derivados de actos legislativos dictados en cumplimiento de los compromisos contraídos por la incorporación de España a la U.E., en los que, sin negar la virtualidad del principio en los términos vistos, rechaza «las pretensiones de los recurrentes porque nada permite suponer que resultará quebrantada la buena fe de los agentes o vulnerada la seguridad jurídica o desconocidos sus derechos o intereses legítimos generados por el principio de confianza legítima, habida cuenta que: a) había mediado un periodo de transitoriedad suficientemente dilatado para que los afectados pudieran tomar medidas de prevención, de cobertura y de adaptación; b) se habían otorgado medidas oficiales de ayuda para paliar los efectos de las decisiones, y c) ni el principio de seguridad jurídica ni el de confianza legítima [...] garantizan que las situaciones de ventaja económica deben mantenerse indefinidamente estables, coartando la potestad de los poderes públicos para imponer nuevas regulaciones al apreciar las necesidades del interés general». (LAVILLA).

De lo dicho hasta ahora resulta una conclusión interesante. El principio de confianza legítima no hace nacer la responsabilidad de la Administración del simple cambio en la configuración general del derecho que empeore la situación de sus titulares pues dicho principio, afirma el Tribunal Supremo, «no garantiza a los agentes económicos la perpetuación de la situación existente la cual puede ser modificada en el marco de apreciación de las instituciones comunitarias, ni les reconoce un derecho adquirido al mantenimiento de una ventaja». La hace nacer cuando esa modificación frustre esperanzas objetivamente concebidas, lo cual ocurre cuando se produce de un modo repentino y sin periodo transitorio y, aun más claramente, cuando la administración ha incentivado actuaciones que con la nueva legislación se han revelados inútiles.

Hasta aquí, la jurisprudencia que aplica este principio a la responsabilidad derivada de actos legislativos siempre se refiere a leyes aprobadas como consecuencia de la necesaria adecuación al Derecho comunitario. Recientemente, sin embargo, el T.S. ha utilizado ese mismo razonamiento, estimando la existencia de daños indemnizables, en un supuesto distinto diciendo que «el primero de los puntos de vista propuestos -relacionado con la aplicación del principio de buena fe y confianza legítima- conduce a observar que cuando se promulgó la ley a la que se imputa el perjuicio (Ley del Parlamento Balear 1/1984, de 13 de marzo, de Ordenación y Protección de Áreas Naturales de Interés Especial), la cual, en suma, vino a hacer imposible el desarrollo de dos urbanizaciones que se habían proyectado en la zona declarada área natural de especial interés, los gastos realizados por las sociedades hoy recurridas en consideración directa a la actividad empresarial urbanizadora (estos gastos son, según la propia sentencia, los hechos para la preparación y aprobación de los instrumentos urbanísticos adecuados para el desarrollo y ejecución de la ordenación vigente) constituyen un perjuicio indemnizable, habida cuenta de que se desarrollaron ante la confianza legítima suscitada por la aprobación de los correspondientes planes parciales.». (S.T.S., Sala 3.ª, 1677/98, de 17 de febrero, FJ 7.º).

Debemos, finalmente, tener en cuenta que todas estas sentencias aplican la normativa anterior al 139.3 LAP. La respuesta a la pregunta de si continuará siendo válida esta doctrina bajo la vigencia de la LAP se apresura a dárnosla la jurisprudencia. Así, la sentencia últimamente citada dice en su FJ 5.º in fine que «aun cuando la regulación vigente en la actualidad no es por razones cronológicas aplicable al caso, conviene poner de manifiesto cómo la regulación en el artículo 139.3 LAP no es radicalmente contraria a estas conclusiones, si bien exige determinar el alcance del nuevo requisito establecido en el sentido de que la previsión de la indemnización y de su alcance arranque del propio acto legislativo que motiva la lesión».

El último presupuesto es la relación de causalidad que tiene que establecerse entre la actuación de la Administración y el resultado dañoso. La relación de causalidad, siempre importante, lo es más todavía en los supuestos de responsabilidad objetiva pues por sí sola, y sin necesidad de que concurra culpa o negligencia en la acción dañosa, hace nacer la responsabilidad de la Administración.

La relación de causalidad no es un concepto unívoco, puede entenderse en varios sentidos. Veamos las precisiones que hace sobre el punto la más reciente jurisprudencia. En primer lugar, y de una manera muy reiterada, el Tribunal Supremo declara que «finalmente la sentencia de 16 diciembre de 1997 (RJ 1997/ 9422) declara que, con arreglo a la más reciente jurisprudencia entre las diversas concepciones con arreglo a las cuales la causalidad puede concebirse, se imponen, en materia de responsabilidad patrimonial de la Administración, aquellas que explican por la concurrencia objetiva de factores cuya inexistencia, en hipótesis, hubiera evitado aquél (Sentencia de 25 de enero de 1997), por lo que no son admisibles, en consecuencia, restricciones derivadas de otras perspectivas tendentes a asociar el nexo de causalidad con el factor eficiente, preponderante, socialmente adecuado o exclusivo para producir el resultado dañoso, puesto que -válidas como son en otros terrenos- irían en éste en contra del carácter objetivo de la responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas (Sentencia de 5 junio de 1997 [RJ 1997/9645])». Esta doctrina jurisprudencial excluye la teoría de la equivalencia de las condiciones, según la cual son causas cualquiera de los hechos y condiciones que contribuyeron a producir un resultado dañoso, incluso aquellos cuya inexistencia, en hipótesis, no hubiera evitado el daño. Pero también excluye, como expresamente dice, el concepto de causa adecuada o eficiente.

Para acabar con la relación de causalidad, apuntar que, como de todos es sabido, debido a que «la imprescindible relación de causalidad entre la actuación de la Administración y el resultado dañoso producido puede aparecer bajo formas dañosas mediatas, indirectas y concurrentes...» (S.T.S., Sala 3.ª, de 12 de mayo de 1998, FJ. 2.º), la concurrencia a la producción del daño, junto a la actuación de la Administración, de causas imputables a un tercero o a la propia víctima no exoneran a aquella de responsabilidad, sólo moderan su cuantía. Pues bien, esto, por lo que se refiere a la cooperación de la conducta de la víctima, debe ser tomado con cautela porque el T.S., de un modo reiterado, afirma que «la consideración de hechos que puedan determinar la ruptura del nexo de causalidad, a su vez, debe reservarse para aquellos que comportan fuerza mayor -única circunstancia admitida por la ley con efecto excluyente- (Sentencia de 11 de julio de 1995 [RJ 1995/5632]), a los cuales importa añadir el comportamiento de la víctima en la producción o el padecimiento del daño, o la gravísima negligencia de ésta, siempre que estas circunstancias hayan sido determinantes de la existencia de la lesión y de la consiguiente obligación de soportarla en todo o en parte» (Sentencias de 11 de abril de 1996 [RJ 1996/2633], 27 de abril 1996 [RJ 1996/ 3605] y 7 de octubre de 1997


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