Enciclopedia jurídica

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Consumidores protección de los

Derecho Civil

1. La sociedad de consumo y la protección de los consumidores.

Algunos autores se han remontado hasta el Derecho Romano para encontrar en él atisbos de una política jurídica de protección de los consumidores. Es verdad que ya entonces -y prácticamente a lo largo de toda la historia del Derecho privado- existían normas dirigidas a proteger a la parte más débil en determinados contratos, pero eso no autoriza a hablar de una legislación protectora de los consumidores, puesto que falta lo que es elemento determinante de la misma: la existencia de la sociedad de consumo. Lo novedoso es la necesaria generalización de esas normas protectoras de la parte contractualmente más débil, como consecuencia de la aparición, arraigo y expansión de la sociedad de consumo, que hace que dicha protección deba prestarse, más allá de las normas dimanantes de un contrato concreto y para uno de los contratantes, a toda clase de consumidores y usuarios, sea cual sea la relación -contractual o no- que le una con el profesional de la producción, distribución o prestación de cualquier bien o servicio. Ello ocurre a partir de finales del siglo XIX.

La sociedad de consumo es el detonante de la aparición y generalización de unas normas dirigidas a proteger específicamente al consumidor en cuanto tal, y no sólo como parte de un determinado contrato. A su vez, el punto de arranque socioeconómico de la sociedad de consumo es la Revolución Industrial; el punto de arranque ideológico, la Revolución liberal-burguesa; y su causa próxima, la proliferación de los sistemas de producción en masa de bienes de consumo, con la consiguiente necesidad de su absorción por el mercado -cuya demanda debe, por ello, ser incentivada-.

En la teoría liberal de la economía de mercado el consumidor sería el gran privilegiado por el sistema económico: la libre competencia entre las empresas debería desembocar en la multiplicación de los bienes ofrecidos en el mercado, el aumento en su calidad y la disminución en su precio; así, el consumidor podría elegir entre más bienes, de mejor calidad y a menor precio. De ahí que no se considera preciso inicialmente protegerle más allá de ciertas reglas muy concretas, destinadas a reprimir algunas prácticas ilícitas, conocidas desde antiguo. Sin embargo, la realidad ha demostrado seguir otro camino: la expansión industrial coincide con un aumento muy importante de la fuerza de las empresas, que imponen a sus clientes las condiciones previamente fijadas en forma unilateral por ellas; con la sofisticación de los productos, con el desarrollo del crédito y con la influencia cada vez más poderosa de la publicidad. Todo ello acaba instaurado un desequilibrio real entre los consumidores y los profesionales en beneficio de estos últimos.

Paralelamente, el sistema jurídico liberal tradicional, basado en el llamado dogma de la autonomía de la voluntad, se ha mostrado incapaz de dar una respuesta global a esta situación: 1) Porque la libertad contractual muchas veces no significa para el consumidor individual más que la posibilidad -en ocasiones necesidad- de adherirse a un contrato predispuesto, respecto al que no se le ofrecen alternativas; la predisposición del contenido contractual es también un instrumento de racionalización de un mercado masificado, pero constituye ocasión de abusos en contra de los consumidores (o, más en general, de los adherentes). 2) Porque la libre competencia, más efectiva en su protección respecto a los profesionales, tolera, sin embargo, numerosas prácticas que atentan contra los intereses económicos de los consumidores, o hacen peligrar, por su agresividad, la libertad del consentimiento de estos últimos. 3) Por el carácter ficticio del principio de igualdad entre los derechos y obligación de las partes, subrayado por el contenido abusivo o desproporcionado de muchas cláusulas contractuales preestablecidas por el profesional. 4) Por las dificultades con que tropieza el consumidor a la hora de probar el carácter defectuoso del bien adquirido, o del comportamiento de profesional.

En palabras de LÓPEZ SÁNCHEZ, «la etiología objetiva de este estado de cosas, que pone al consumidor en una clara posición de subalternidad estructural respecto de los productores y distribuidores, hay que buscarla en la unilateralización que del mercado han provocado los medios empresariales, y en el monólogo económico que le ha seguido. Y todo ello gracias en buena medida a la utilización de unas herramientas económico-jurídicas que, desde la perspectiva que nos incumbe, no son difíciles de identificar. Se trata del instrumento publicitario y del instituto contractual, que, sometidos también ellos a la unilateralización, han acabado por reproducir en términos jurídicos la subalternidad estructural que se ha descrito». La unilateralización y masificación del mercado, dominado por la producción en masa y la ley de la oferta, se corresponde con la masificación y unilateralización del contrato, manifestadas básicamente en el empleo de las condiciones generales de los contratos.

Estas consideraciones han conducido a que los países industrializados tomen conciencia acerca de la necesidad de una política de protección a los consumidores. Aunque hubo ya algunos intentos anteriores, será a finales de la década de los cincuenta, y durante los primeros sesenta, cuando se produzca la verdadera irrupción de dicho principio en el campo jurídico y social, a partir de iniciativas procedentes del mundo anglosajón (Mensaje del Presidente Kennedy al Congreso -15 de marzo de 1962-; Informe Molony en Gran Bretaña -1962-, etc.).

2. Derecho Europeo.

Es de destacar el papel que en el ámbito europeo corresponde a la Unión Europea; su política de defensa de los consumidores se ha desarrollado a través de sucesivos Programas y Planes de Actuación, desde 1975, llegando a incorporarse a los Tratados Constitutivos con ocasión del Acta Única Europea (art. 100.a) y definitivamente en el Tratado de la Unión Europea (art. 129.a). Fruto de la política europea de protección a los consumidores han sido un conjunto de Directivas (y algunos Reglamentos) relativas a diversas materias: salud y seguridad, precios, homologación y normalización de productos, productos alimenticios, etc. Destacan entre ellas las Directivas dirigidas a proteger la seguridad y los intereses económicos de los consumidores: cabe mencionar las Directivas sobre Publicidad Engañosa (1984), Responsabilidad por Daños de Productos Defectuosos (1985), Contratos Celebrados fuera de los Establecimientos Comerciales (1985), Crédito al Consumo (1986) -modificada por una nueva Directiva en 1990-, Productos de Apariencia Engañosa (1987), Viajes Combinados, Vacaciones Combinadas y Circuitos Combinados (1990), Seguridad General de Productos (1992), Cláusulas Abusivas (1993) y Adquisición de un Derecho de Utilización de Inmuebles en Régimen de Tiempo Compartido (1994). Debe ser resaltada también la labor del Tribunal Europeo de Justicia, manifestada principalmente a través de la llamada «Doctrina Cassis de Dijon».

3. La plasmación normativa del principio de protección a los consumidores en el Ordenamiento español.

Hasta 1984, con la promulgación de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios -LCU-, no hubo en España ni un cuerpo legislativo ni una política unitaria de protección jurídica a los consumidores. Sí existían, sin embargo, algunas disposiciones de rango y eficacia muy diversos, que servían a las mismas finalidades, a lo que hay que añadir una no tan abundante como significativa labor jurisprudencial del Tribunal Supremo en defensa de los legítimos intereses de los consumidores y usuarios.

La Constitución Española da el espaldarazo definitivo a estos intentos, en su art. 51: «1. Los poderes públicos garantizarán la defensa de los consumidores y usuarios, protegiendo, mediante procedimientos eficaces, la seguridad, la salud y los legítimos intereses de los mismos. 2. Los poderes públicos promoverán la información y la educación de los consumidores y usuarios, fomentarán sus organizaciones y oirán a éstas en las cuestiones que puedan afectar a aquéllos, en los términos que la Ley establezca. 3. En el marco de lo dispuesto en los apartados anteriores, la Ley regulará el comercio interior y el régimen de autorización de productos comerciales». De acuerdo con el art. 53, el precepto reproducido contiene un principio informador del Ordenamiento jurídico español; principio que obliga al legislador a legislar sobre la materia, y precisamente en defensa de los consumidores; al Juez, a interpretar las leyes de conformidad con dicho principio; a las Administraciones públicas, a orientar su actividad en el sentido indicado; y, en general, actúa como obstáculo frente a una eventual modificación in peius del Derecho vigente (salvo, eventualmente, la que pueda proceder de la normativa comunitaria).

En desarrollo del mandato constitucional, se promulgó la LCU de 19 de julio de 1984. Su contenido se estructura a partir de los derechos básicos de los consumidores y usuarios, que recoge su art. 2: a la protección contra los riesgos que puedan afectar a su salud o seguridad (Capítulo II); a la protección de sus legítimos intereses económicos y sociales (Capítulo III); a la indemnización o reparación de los daños y perjuicios sufridos (Capítulo VIII); a la información correcta sobre diferentes productos o servicios, y la educación y divulgación para facilitar el conocimiento sobre su adecuado uso, consumo o disfrute (Capítulos IV y V); a la audiencia en consulta, la participación en el procedimiento de elaboración de las disposiciones generales que les afectan directamente, y la representación de sus intereses, todo ello a través de las asociaciones, agrupaciones o confederaciones de consumidores y usuarios legalmente constituidas (Capítulo VI); y a la protección jurídica, administrativa y técnica en las situaciones de inferioridad, subordinación o indefensión (Capítulo VII). El Capítulo IX se dedica a infracciones y sanciones, y el Capítulo X a la distribución de competencias entre las distintas Administraciones.

La LCU ha merecido un juicio doctrinal no excesivamente favorable, aun reconociendo el avance que supone no sólo por su misma existencia, sino también por algunos aspectos concretos de su normativa.

Se han criticado, sobre todo, sus lagunas, y las deficiencias técnicas de su redacción; también su orientación general, que según LÓPEZ SÁNCHEZ responde a «una concepción individualista de los problemas de la tutela del consumidor, y, en consecuencia, (a) la idea de “defensa” y de actuación a posteriori frente a los abusos de los operadores económicos, más que (a la) de “promoción” y de presencia “activa” de los intereses de los consumidores en el cuadro general de la actividad económica». El estudio detenido de la Ley demuestra también la existencia de lagunas considerables, principalmente en el trascendental terreno de los remedios concretos y eficaces frente a las violaciones de los derechos que la propia Ley reconoce a los consumidores y usuarios; y, así mismo, la presencia de notables deficiencias técnicas.

Pero el juicio sobre la LCU no debe ser totalmente desfavorable, ya que presenta algunos aspectos positivos, desde el punto de vista de la mejora efectiva de la situación del consumidor: 1) Es aportación importante de la LCU la consagración, en su art. 1.1, de la defensa de los consumidores como principio general de nuestro Ordenamiento: con ello no introduce ningún dato nuevo (esa misma conclusión cabe obtener de los arts. 51 y 53 de la Constitución), pero sí explicita y recuerda, en el aspecto legislativo más inmediato, la existencia y relevancia de tal principio; se puede decir que la LCU viene a introducir una iluminación especial del Ordenamiento español, a cuya luz habrá que interpretar normas y considerar actos jurídicos, públicos y privados (también, y muy principalmente, los contratos) en que intervengan consumidores o usuarios: el cúmulo de consecuencias que pueden resultar de una tal actividad interpretativa generalizada, es ya una aportación nada despreciable a favor de los consumidores. 2) Además, aunque en muchas de sus soluciones la LCU no es, realmente, innovadora, puesto que a ellas cabía llegar (y de hecho, se había llegado) a partir de las normas civiles existentes, sí le cabe el mérito de dotar a esas soluciones de un respaldo directo en la ley, más fuerte que el dimanante de interpretaciones doctrinales no siempre triunfales ante los Tribunales, por muy unánimes que fueran y bien fundadas que estuvieran.

Después de la LCU han sido promulgadas algunas otras leyes especiales dirigidas específicamente a proteger los intereses de los consumidores. Dichas leyes son, en su mayor parte, transposición -muchas veces con excesivo mimetismo- al Derecho español de las respectivas Directivas Europeas. Cabe mencionar las Leyes sobre Contratos Celebrados fuera de Establecimientos Mercantiles (21 de noviembre de 1991), de Responsabilidad Civil por Daños Causados por Productos Defectuosos (6 de julio de 1994), de Crédito al Consumo (23 de marzo de 1995) o de Viajes Combinados (6 de julio de 1995).

4. La competencia autonómica en materia de protección a los consumidores.

Junto a la legislación emanada del Estado, existe también una relativamente numerosa legislación autonómica dirigida a proteger los intereses de los consumidores, dentro de las respectivas competencias autonómicas. Han promulgado leyes de protección de los consumidores Andalucía (8 de julio de 1985), Castilla-La Mancha (9 de marzo de 1995), Cataluña (dos leyes complementarias: de 8 de enero de 1990 y 5 de marzo de 1993), Galicia (28 de diciembre de 1984), Murcia (14 de junio de 1996), País Vasco (18 de noviembre de 1981, modificada en 1985 y 1986) y Valencia (9 de abril de 1987). Estas leyes autonómicas (así como las disposiciones de rango inferior que las complementan o desarrollan) tienen escasa incidencia directa sobre el Derecho Civil.

La distribución competencial entre el Estado y las Comunidades Autónomas en relación con la defensa de los consumidores, en sus diversos aspectos, es tema debatido, que ha dado lugar a tres importantes sentencias del Tribunal Constitucional (71/1982, de 30 de noviembre, sobre el Estatuto del Consumidor del País Vasco; 15/1989, de 26 de enero, sobre la LCU; y 62/1991, de 22 de marzo, sobre el Estatuto Gallego del Consumidor y Usuario).

La dificultad estriba en los diferentes títulos competenciales que el Estado y las Comunidades Autónomas pueden esgrimir en relación con los diferentes mecanismos jurídicos de protección a los consumidores. Es particularmente lúcido el análisis del Tribunal Constitucional, en su sentencia de 30 de noviembre de 1982 citada (Fundamento jurídico segundo): «La defensa del consumidor, y por pareja razón el mercado interior es, sin embargo, un concepto de tal amplitud de contornos imprecisos que, con ser dificultosa en ocasiones la operación calificadora de una norma cuyo designio pudiera entenderse que es la protección del consumidor, la operación no resolvería el problema, pues la norma pudiera estar comprendida en más de una de las reglas definidoras de competencias. Y esto podrá ocurrir -y como veremos, ocurre en el caso que enjuiciamos- cuando una regla que tiene por fin la protección del consumidor pertenece también a conjuntos normativos configurados según un criterio de clasificación de disciplinas jurídicas presente, de algún modo, en el artículo 149.1 de la Constitución (nos referimos a la legislación civil, a la legislación procesal, etc.). A esto se une el que la Constitución (arts. 148 y 149) -y dentro del marco establecido en ella, que condiciona necesariamente el contenido estatutario-, además del aludido criterio de distribución competencial, define competencias atendiendo a lo que es el objeto de la norma (la sanidad, por ejemplo). Concurren así varias reglas competenciales, respecto de las cuales, en este recurso, deberá examinarse cuál de ellas es la prevalente y, por tanto, aplicable al caso. La concurrencia de reglas determinará, en ocasiones, la exclusión de una; más en otras, la competencia, además de apoyarse en la definidora de competencia en el sector de defensa del consumidor, podrá justificarse también por otra regla, lo que refuerza la solución. El carácter interdisciplinario o pluridisciplinario del conjunto normativo que, sin contornos precisos, tiene por objeto la protección del consumidor, y también la plural inclusión de una regla en sectores distintos, como pueden ser el del consumo y el de la sanidad, tendrá que llevarnos a criterios de elección de la regla aplicable» (similarmente, S.T.C. de 26 de enero de 1989, Fundamento jurídico primero).

5. La protección de los consumidores y el Derecho Civil.

Una de las características del llamado «Derecho de los Consumidores» es su interdisciplinariedad. De acuerdo con la clasificación convencional de las disciplinas jurídicas, integran ese Derecho de los Consumidores normas de Derecho Civil, mercantil, administrativo, penal o procesal (por ejemplo). Y dentro de sus respectivos ámbitos cabe distinguir además entre las normas de protección directa de los consumidores (legislación especial, dirigida expresamente a dicha finalidad, y que se agota en ella: por ejemplo, la LCU); y las normas de protección indirecta (las contenidas en la legislación común, que tienen un efecto de defensa del consumidor, pero no buscado necesariamente en cuanto a tal, y que no agota el campo de actuación de la norma). Entre las mencionadas en primer lugar, destacan aquellas disposiciones dirigidas a la protección de los intereses económicos y jurídicos de los consumidores (publicidad, contratos, garantías, responsabilidad, acceso a la justicia), dotadas de una alcance más general, y que incluyen los mecanismos globales de protección jurídica de los intereses de los consumidores; son ellas las que más interesan desde el punto de vista del Derecho Privado. Junto a éstas, forman también parte cuantitativamente importante del Derecho de los consumidores otras disposiciones, contenidas en reglamentaciones sectoriales de carácter técnico, sobre materias con repercusión directa en la defensa de los consumidores (alimentación, sanidad, etc.), y que se corresponden con modalidades tradicionales y concretas de la acción administrativa.

Esta característica desemboca en otra de las peculiaridades más acusadas del Derecho de los Consumidores, tal y como se presenta en nuestro Ordenamiento (y en otros cercanos): la complejidad normativa. Es decir, la presencia de un número considerable de disposiciones legales, de distinto rango, procedencia y naturaleza, todas ellas dirigidas a proporcionar un mayor nivel de protección a los consumidores, pero carentes de la suficiente coordinación y ordenación sistemática. Tal complejidad resulta de la combinación entre, al menos, los tres factores siguientes: 1) La concurrencia de normas procedentes de diferentes instancias legislativas, en ocasiones concurrentes entre sí: así, hay normas comunitarias europeas, normas estatales, y normas autonómicas. 2) La concurrencia de normas de rangos diferentes, respecto de las que no siempre está claro cuál es su eficacia verdadera, y qué relaciones guardan unas con otras: así, hay Directivas comunitarias (con el problema yuxtapuesto de su eficacia directa, en sentido vertical y horizontal), Leyes, Decretos, Órdenes... 3) La concurrencia de normas reconducibles, según se ha visto, a las diferentes disciplinas en las que tradicionalmente se clasifica el Derecho (Derecho Civil, mercantil, penal, procesal, administrativo...); con la dificultad sobreañadida de que en ocasiones esas normas de naturaleza dogmática diferente regulan los mismos o parecidos supuestos, produciéndose así solapamientos no fácilmente solubles: es los que ocurre, típicamente, con las regulaciones civiles y administrativas de determinadas materias.

El resultado es una complicada maraña de textos legales de diferente rango, procedencia y naturaleza, concurrentes muchas veces sobre supuestos en todo o en parte coincidentes, dirigidas todas a la misma finalidad, cuyas soluciones muchas veces difieren entre sí. Se producen, así, problemas de yuxtaposición de normas, de duplicidad de regímenes, de falta de coordinación, de confusión, en suma, a la hora de determinar cuál es la normativa aplicable, o la solución legal a un caso dado.

Dentro del Derecho Civil, probablemente el más afectado sea el Derecho de Obligaciones, en el que más directamente se incardinan las relaciones de consumo. Pero ésta no debe ser contemplada como una afección puntual, limitada a unas materias concretas y bien delimitadas; más bien, sugiere la conveniencia de hacer un replanteamiento global de toda la teoría general de la Obligación y del Contrato a la luz del principio de protección a los consumidores.

El Derecho de los consumidores puede desempeñar un papel fundamental en la configuración del Derecho Patrimonial de la producción, tráfico y consumo en masa. Es decir, en la formulación del nuevo Derecho patrimonial. Precisamente en las relaciones entre consumidores y profesionales se pueden apreciar con mayor nitidez los problemas y consecuencias poco deseables del tráfico en masa. Porque los problemas que tan agudamente se plantean respecto a los consumidores no encuentran su única causa en la situación de inferioridad en la que éstos se encuentran. Tal cosa sirve para hacerlos más acuciantes. Su origen está también en las propias características del tráfico en masa, que se da no sólo entre profesionales y consumidores, sino también entre los mismos profesionales. De ahí que tales problemas puedan alcanzar una extensión superior: nadie duda que las condiciones generales de los contratos se utilizan también respecto a profesionales, en el ejercicio de su profesión; o que éstos pueden verse afectados por una publicidad engañosa o desleal, no de sus competidores, sino de quienes ven en él un potencial cliente empresarial. De ahí que quepa pensar una regulación jurídica general del tráfico en masa, si acaso con algunas disposiciones específicas en relación con los consumidores, para paliar su especial debilidad.

Precisamente la situación estructural de inferioridad de que adolecen los consumidores propicia el nacimiento y extensión de esos problemas y consecuencias con mayor rapidez y evidencia que en otros supuestos. El Derecho de los consumidores no es sólo un excelente campo de cultivo de los gérmenes patógenos del tráfico y consumo en masa; puede servir también como laboratorio de experimentación y banco de pruebas de los remedios más eficaces. Una vez comprobadas su bondad y eficacia, cabría generalizarlos a todo el Derecho patrimonial privado, permitiendo así su evolución, y con ella que sean las normas generales las que regulen un campo cuya generalidad, desde el punto de vista sociológico, no precisa de mayores ponderaciones. Ello podría contribuir considerablemente a paliar la complejidad normativa de que adolece el Derecho de los Consumidores.

La incidencia de la normativa de protección de los consumidores es especialmente importante en relación con las siguientes materias: 1. Formación e integración del contrato: afecta a la fase precontractual o de formación del contrato, pero también a la integración e interpretación de su contenido; 2. Condiciones generales de los contratos, lo que afecta sobre todo al contenido del contrato, pero también, en su aspecto negativo, a las causas clases de invalidez; 3. Conformidad y garantía del bien o servicio sobre el que se contrató, lo que se sitúa en fase de cumplimiento del contrato, o reacción frente al incumplimiento en sentido amplio (es decir, incluyendo también el cumplimiento defectuoso); 4. Responsabilidad civil por daños causados por los productos o servicios.


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