Enciclopedia jurídica

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Fuentes del Derecho canónico

Derecho Canónico

Las fuentes primarias del Derecho canónico son dos: la ley (Derecho escrito) y la costumbre; pero el Derecho canónico todo se funda en el Derecho divino, con el que ha de mostrarse siempre conforme el Derecho nacido del legislador humano (cfr. cc. 22; 24, 1; 26; 1.059; 1.075, etc.).

Observa BERNÁRDEZ que no existe «una clase o tipo de disposición eclesiástica que adopte el nombre específico de ley» aunque es claro que cuando el C.I.C. de 1983 -como antes el Código de 1983- se refiere a las leyes eclesiásticas (o canónicas), está designando leyes humano-positivas y no divinas (aun cuando esas leyes humanas pueden en alguna ocasión encerrar un contenido positivador de leyes divinas).

El mismo autor advierte que esta falta de leyes típicas, como normas promulgadas por órganos determinados que les confieran tal tipicidad, no impide un vertebral principio jerárquico entre ellas (por debajo del supremo ordenamiento divino): «existe una jerarquía sustancial de las disposiciones canónicas atendiendo al rango del órgano jerárquico del que proceden, por lo cual se produce también un nexo de dependencia entre las normas superiores y las inferiores que determina la validez y ámbito de vigencia de unas y otras y existiendo un régimen jurídico al que deben atemperarse» (c. 135,2).

Sin embargo, dentro de la notable pluralidad de órganos legislativos canónicos no todos tienen potestad para promulgar leyes universales (de acuerdo con el c. 12, 1, son aquellas que «obligan en todo el mundo a todos aquéllos para quienes han sido dadas» por lo que se ha precisado por OTADUY que su característica no es la afectación de la totalidad de los fieles -universitas fidelium- sino la universalidad del destino territorial -ubique terrarum- lo que es tanto como afirmar, según concluía Cabreros de Anta al comentar el C.I.C. de 1917, que esa ubicuidad territorial respecto de sus sujetos pasivos u obligados hace que dichas leyes, paradójicamente, produzcan sus efectos como leyes personales): solamente el Romano Pontífice (c. 331) y el Concilio ecuménico (cc. 336 y 337, 1; aunque los decretos conciliares únicamente ganan fuerza de obligar en Derecho y devienen, por tanto, leyes, si habiendo sido aprobados por el Romano Pontífice junto con los padres conciliares, son confirmados y promulgados por el Papa mismo, tal y como dispone el c. 341, 2).

Los órganos legislativos particulares (es decir, aquellos que pueden producir normas legales con un alcance territorial limitado; c. 12, 3) son los siguientes: el obispo diocesano (cc. 381, 1 y 391, 1) y los equiparados a él en Derecho (cc. 368 y 381, 2); por lo demás, el c. 466 establece que «el obispo diocesano es el único legislador en el sínodo (diocesano) y los demás miembros sólo tienen voto consultivo; únicamente él suscribe las declaraciones y decretos del sínodo, que pueden publicarse sólo en virtud de su autoridad»; los concilios particulares (plenario y provincial; cc. 439, 440) cuyas facultades legislativas requieren en su ejercicio la necesaria aprobación de la Sede Apostólica (el c. 446 determina que los decretos conciliares son revisados por la Sede Apostólica antes de su promulgación) y aunque productores del Derecho particular, queda siempre a salvo el Derecho universal; las conferencias episcopales tampoco disfrutan de potestad legislativa plena y así, sus decretos generales (leyes) deben ser reconocidos por la Sede Apostólica para poder lograr naturaleza normativa perfecta, antes de su promulgación (c. 455, 2), y harán uso de aquella potestad sólo en los casos en que lo establezca el Derecho común o un mandato especial de la Sede Apostólica (otorgado motu proprio o a instancia de la Conferencia Episcopal). Es claro que los órganos legislativos universales pueden promulgar leyes particulares.

La eficacia de las normas canónicas, dentro del sistema de fuentes que integran, depende también de esta distinción de base territorial entre leyes universales y leyes particulares. El c. 20 regula esta relación si no de modo acabado sí suficiente para colegir las directrices que han de gobernarla; dicho precepto introduce el principio temporal («La ley posterior abroga o deroga la precedente [...]») y añade esta cláusula final: «sin embargo la ley universal no deroga en nada el Derecho particular ni el especial, a no ser que se disponga expresamente otra cosa en el Derecho». El supuesto más problemático al que se dirige el Código es el de antinomia entre ley particular (así se designa, con precisión superadora de no pocas dificultades a que había dado lugar el precedente c. 22 del C.I.C. de 1917, que hablaba de estatutos) y ley universal posterior dictada por una autoridad superior; efectivamente, fuera de tal supuesto, la ley particular anterior solamente puede emanar de autoridad igual a la que promulga la ley universal posterior (el Romano Pontífice y el Concilio ecuménico), en cuyo caso se aplica también el c. 20 y prevalece aquélla (salvo cláusula derogatoria), que lo hará igualmente y a fortiori si es posterior puesto que expresa la última voluntad del mismo legislador (tal y como ya apuntó para situación semejante Cabreros de Anta al comentar el C.I.C.1917); no permite el principio de jerarquía que una autoridad inferior promulgue eficazmente una ley particular contraria a una ley preexistente universal (de autoridad superior, por consiguiente), según el mismo autor; el pronunciamiento del Código sobre el caso más delicado o límite es el que corresponde al criterio ya presente en el Derecho canónico clásico, como recuerda Otaduy (Decretales de Bonifacio VIII), a saber, que el Derecho universal posterior puede derogar el Derecho particular anterior si expresa su voluntad derogatoria con tal alcance, y basta, de acuerdo con la doctrina y praxis canónica, una genérica cláusula derogatoria, lo que, a juicio del mismo OTADUY, no debería entenderse suficiente y cumpliría una fórmula expresa relativa a la norma particular derogada; compartimos este punto de vista porque, de otro modo, perderían su sentido una cláusula derogatoria como la exigida todavía por el vigente c. 20 en materia de relación entre Derecho universal y Derecho particular, frente a generales disposiciones derogatorias en el común de las leyes.

De todo ello se concluye que, en principio, el Derecho particular no cede ante el Derecho universal posterior, porque así lo ordena el c. 20 del C.I.C. y que, por consiguiente, si trasladamos consideraciones nacidas en la ciencia jurídica profana, 1.º las relaciones entre Derecho universal y Derecho particular no se rigen solamente por los principios de jerarquía y temporal, sino también y parcialmente por, el de «competencia» (de los diversos órganos legislativos canónicos, reflejada en la extensión con la que pueden legislar), y 2.º que el Derecho particular es una fuente atípica del Derecho canónico (no en el sentido de innominada) porque su fuerza activa o de innovación del ordenamiento es inferior a la del Derecho universal mientras que su fuerza pasiva o de resistencia a normas posteriores es superior a la de este último, y de ahí la atipicidad (falta de correlación entre fuerzas activa y pasiva como capacidades de una misma norma típica).

OTADUY observa que el c. 20 no regula las relaciones entre leyes particulares (de mayor y/o menor amplitud), lo que es aun más evidente si se tiene presente que dicho precepto ha substituido el término «ley general» de su antecedente en el C.I.C. de 1917 por el de «ley universal»; pero sostiene que cuando la ley menos particular es posterior (y promulgada por autoridad superior), solamente deroga la anterior más particular merced a una expresa disposición de tal contenido. No admitieron tal solución -basada en la analogía- ni VAN HOVE, ni CICOGNANI y STAFFA, ni CABREROS DE ANTA al comentar el c. 22 del C.I.C. anterior; apoyaron su postura en el viejo c. 291, 2 que disponía que los decretos de los concilios plenario y provincial obligaban en todo su respectivo territorio y que los ordinarios del lugar sólo podrían dispensarlos en casos particulares y con justa causa; de dicho canon inferían que los decretos conciliares particulares y posteriores derogaban, con carácter general y sin necesidad de expresa cláusula ad hoc, las leyes diocesanas anteriores, y por abstracción y analogía, concluyeron con igual sentencia para leyes particulares de mayor y menor amplitud. El C.I.C. vigente no ha mantenido lo dispuesto por el anterior c. 291, 2; el c. 455 únicamente apunta que los decretos conciliares particulares dejan siempre a salvo el Derecho universal, lo que constituye expresión singular del principio de jerarquía normativa, según el cual, ya hemos expuesto que una ley particular posterior no deroga una ley universal anterior (es un supuesto no disciplinado por el c. 20); pero es que, además, estimamos posible interpretar el derogado c. 291, 2 como referido exclusivamente a la eficacia de los decretos conciliares particulares anteriores a cualesquiera leyes diocesanas contrarias, de tal suerte que, se trataría de una corroboración explícita del principio jerárquico que venimos de invocar, y, por lo mismo, el c. 445 en vigor servirá como fundamento analógico -precisamente en materia de potestad legislativa de los concilios particulares- de tal exégesis. De todo lo cual se sigue que hoy puede afirmarse, a la luz de ambos Códigos, que la relación entre ley particular anterior y ley menos particular posterior sigue el designio del legislador concerniente a la relación entre ley particular y ley universal posterior (como ya sostuvieron, por analogía, comentadores de nota del C.I.C. de 1917, entre los que cabe citar a MICHIELS y a RODRIGO).

El c. 20 establece también que el Derecho universal no deroga el Derecho especial (anterior, de autoridad inferior); el legislador ha querido disponer la misma disciplina -que ya ha sido objeto de examen- que rige la relación entre Derecho universal y Derecho particular (distinción de contenido territorial), sin hacer cuestión terminológica (puesto que ordinariamente, se opone Derecho especial a Derecho general, sobre una base personal) y teniendo el primero la consideración de ley dada para una comunidad toda mientras que el segundo obliga solamente a un sector de esta última; por ello ha de significarse que puede reproducirse toda la explanación y argumentación ya desarrolladas (también por lo que a la relación entre ley especial y ley menos especial concierne). Y así las cosas, interpretamos que los criterios rectores de las relaciones entre Derecho general (o universal, como dice el Código) y Derecho especial y éste y Derecho menos especial, son los expuestos más arriba con independencia, de que la especialidad se entienda expresiva de la tradicional delimitación canónica de los sujetos pasivos de la ley con fundamento personal o de la materia (Derecho especial frente a Derecho común -según dicotomía más propia de la ciencia jurídica profana- como quiere OTADUY).

El C.I.C. de 1983 ha introducido la novedad de un título dedicado -en sede de normas generales- a un grupo heterogéneo de actos normativos «de carácter secundario o derivado que venían utilizándose en la praxis canónica y carecían de una regulación expresa» (BERNÁRDEZ); así, los decretos generales son «propiamente leyes», como dice el c. 29, y por lo mismo, «se rigen por las disposiciones de los cánones relativos a ellas», que son los comprendidos en el Título I de igual Libro I (cc. 7 a 22); luego no hemos de adicionar ulteriores consideraciones a las ya expresadas sobre las leyes en general (salvo la relativa a su fuente de producción que puede ser, por habilitación efectuada por el c. 30, la autoridad ejecutiva cuando le conceda tal facultad singular y expresamente el legislador, en excepción a la prohibición de delegación de la potestad legislativa contenida en el c. 135, 2).

Distinto es el caso de los decretos generales ejecutorios (que determinan más detalladamente el modo que ha de observarse en la ejecución de la ley y urgen su observancia, según el c. 31, 1) y las instrucciones (que aclaran lo dispuesto por las leyes y desarrollan y determinan los modos en que ha de realizarse su ejecución y que tienen por destinataria a la autoridad administrativa responsable de esta última, de acuerdo con el c. 34, 1); se trata de normas de naturaleza reglamentaria (o actos administrativos generales, según la terminología que se prefiera) como pone de relieve que es la autoridad administrativa quien los dicta así como su propio alcance. Transciende al Código, de esta suerte, la existencia de normas emanadas del uso de la potestad reglamentaria por la autoridad administrativa, con manifestación de, al menos, dos tipos de ellas.

Junto al Derecho escrito, es fuente del Derecho canónico la costumbre, y lo es con una condición sin duda superior a aquélla que ostenta en la prelación de fuentes del Derecho común español toda vez que el Derecho de la Iglesia admite la eficacia de la norma consuetudinaria contra legem; dicho valor normativo de la costumbre contraria a la ley escrita queda sometido a las siguientes condiciones: que se observe como norma con fuerza de obligar durante treinta años consecutivos y completos (c. 26; es claro que han de verificarse siempre en la norma consuetudinaria canónica tanto el elemento material -uso inveterado- como el espiritual -opinio iuris- según se infiere del canon citado así como del 23 y del 25). Lo propio es exigible para que sea eficaz la costumbre praeter legem. El C.I.C. vigente se pronuncia además sobre las costumbres disconformes con una ley prohibitiva de futuras costumbres contrarias, en cuyo caso requiere para la prevalecencia de aquéllas que sean centenarias o inmemoriales (c. 26).

Debe ser recordado que, con carácter general, el legislador señala que la norma consuetudinaria ha de nacer y desarrollarse en una comunidad de fieles capaz de ser sujeto pasivo de una ley (c. 25; la doctrina discrepa acerca de cuáles son dichas comunidades en el Derecho canónico mas parece indudable que reúnen esa característica la Iglesia universal y todas las Iglesias particulares, que son las diócesis y otras circunscripciones eclesiásticas de acuerdo con el c. 368; no puede decirse lo mismo de otras entidades a cuyo frente se encuentra un ordinario según el c. 134, 1, como lo son los institutos religiosos clericales de Derecho pontificio y las sociedades clericales de vida apostólica de Derecho pontificio que, en rigor, ni siquiera ven regulada su estructura y actividad por una ley (personal especial) sino por sus estatutos; el c. 94, 1 dispone que éstos son las normas que se establecen a tenor del Derecho en las corporaciones o en las fundaciones, por las que se determinan su fin, constitución, régimen y forma de actuar; los estatutos constituyen fuente del Derecho escrito y el legislador no deja de aclarar que se promulgan en virtud de la potestad legislativa y que se rigen por las normas de los cánones acerca de las leyes -c. 94, 3- aunque se advierte que no les atribuye el rango formal de ley propiamente dicha).

También ha de ser la costumbre razonable, esto es, conforme con la norma suprema de la justicia, así como útil, conveniente o necesaria (JIMÉNEZ URRESTI); no es razonable la costumbre que ha sido reprobada por el legislador (c. 24, 2) ni puede alcanzar fuerza normativa la contraria al Derecho divino (c. 24, 1), y pide el c. 23 que la costumbre haya sido aprobada por el legislador, lo que se ha interpretado de modo muy flexible (se ha sostenido por MALDONADO, LOMBARDÍA y BERNÁRDEZ que basta la aprobación tácita, que es tanto como dar cumplimiento a los requisitos contenidos en los cc. 23 a 28, relativos a la costumbre).

Finalmente, la ley posterior y contraria no deroga las costumbres centenarias o inmemoriales, salvo cita expresa de las mismas (es decir, que contenga una cláusula derogatoria «ad hoc», lo que se compadece con la previsión del c. 26 sobre la primacía de aquellas normas consuetudinarias sobre ley anterior prohibitiva de costumbres futuras y contrarias) ni la ley posterior universal deroga las costumbres particulares, de conformidad con el criterio presente en el c. 20; todo ello lo ordena así el c. 28, como excepciones al principio que enuncia que derogan la costumbre o ley posteriores contrarias.

Todo lo anterior nos permite concluir que la costumbre está subordinada jerárquicamente a la norma escrita, con las salvedades de la de treinta años (con fuerza activa igual o superior a la de la ley) y la centenaria o inmemorial (que excepto en caso de previsión singular del legislador, es superior a la ley tanto activa como pasivamente). Es de notar que cuando nos referimos a la ley en este examen de sus relaciones con la costumbre, aquélla designa toda norma escrita (no solamente las que puedan estimarse leyes en un sentido formal); queremos significar que las mencionadas relaciones no son distintas entre las normas consuetudinarias y las escritas de naturaleza reglamentaria (no aludimos ahora a los reglamentos ex c. 95 sino a las normas promulgadas en el ejercicio de la potestad reglamentaria -administrativa- por quien es titular de la misma) o estatutaria y basten para justificar esta negación dos argumentos: cuando el c. 19 disciplina el Derecho supletorio -cuestión que abordaremos inmediatamente- afirma que se ha de aplicar cuando no exista prescripción expresa de la ley universal o particular o una costumbre, sin que, posteriormente, entre las fuentes subsidiarias figuren las normas reglamentarias, por lo que éstas han de estar comprendidas entre las leyes (o normas escritas) so pena de quedar fuera del ordenamiento canónico; el c. 94, 3 es también revelador sobre este particular al precisar que los estatutos, como normas emanadas de autoridades con potestad legislativa, se rigen por los cánones que regulan las leyes, luego a los efectos de sus relaciones con la costumbre, su posición en el sistema de fuentes es la misma que la de las leyes propiamente dichas. No podemos ocultar que el hecho de que el c. 25 contraiga la capacidad de ser sujeto activo o fuente de producción de la costumbre como norma a las comunidades capaces, al menos, de ser sujetos pasivos de una ley, puede representar alguna dificultad para la interpretación que hemos defendido (en la medida en que las normas canónicas no legales pueden tener por destinatarios comunidades que bien pudiéramos llamar infralegales, con la consiguiente discordancia entre el alcance posible de las normas consuetudinarias y las escritas no legales), que, sin embargo, no juzgamos suficiente para impugnar cumplidamente esta última.

No puede sorprender que sea así mismo excepción al principio de subordinación de la costumbre a la ley la resistencia de la costumbre particular a la derogación por la ley universal posterior (salvo expresa cláusula derogativa), por mandato del c. 28, habida cuenta de la disposición semejante ya glosada del 20 en materia de ley particular o especial y ley universal, por lo que traemos a colación y reiteramos en esta sede nuestro comentario del último precepto.

Por último, hemos de referirnos al Derecho supletorio. El C.I.C. enumera en el c. 19 las fuentes que se deben aplicar en defecto de ley o costumbre para dirimir una controversia judicialmente planteada (salvo que sea penal; c. 221, 3), precisión esta última que reviste el carácter de novedad respecto del precedente c. 20 del C.I.C. de 1917 (también introduce el vigente Código la referencia a la costumbre). El orden en el que aparece no vincula al intérprete en su función de aplicación del derecho, tal y como se ha subrayado, entre otras razones, porque cabe y es probable la acumulación de varias de ellas en la resolución (BERNÁRDEZ, JIMÉNEZ URRESTI). Son las siguientes: la analogía legal (JIMÉNEZ URRESTI considera que debe incluirse la analogía consuetudinaria), de acuerdo con el principio ubi eadem legis ratio, eadem debet esse iuiris dispositio, recogido en las Decretales de Gregorio IX; los principios generales del Derecho con equidad canónica, que se estima por algunos autores que se confunden con la más amplia analogía jurídica o del Derecho en general (las líneas directrices que vertebran un ordenamiento y que se formulan por inducción -principios generales del Derecho- han de acomodarse al caso concreto buscando el espíritu del Derecho, moduladas por la impronta religiosa de lo canónico, transido de la virtud de la caridad cristiana y ordenadas a la salvación de las almas); la jurisprudencia y la práctica de la Curia Romana (luego no solamente lo que es la «analogía jurisprudencial» sino también la «analogía administrativa», si seguimos la terminología de JIMÉNEZ URRESTI, que reúne ambas en lo que designa «analogía decisional singular»); la opinión común y constante de los doctores (no cualquier parecer vertido en la doctrina científica).


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